Seguro que has escuchado un montón de veces que, para mejorar tus relaciones, tienes que afrontar conversaciones difíciles. Y creo firmemente que es así. Es más, creo que nuestros niveles de felicidad son directamente proporcionales a las conversaciones incómodas que tengamos narices de afrontar. O lo que es lo mismo, a cuánta verdad seamos capaces de escuchar sobre nosotros mismos sin salir corriendo o atacar al mensajero.

Abrir la puerta a conocerse mejor y aprender

Sí, ya sé que lo que diga el de delante sobre nosotros no tiene por qué ser una verdad absoluta, y que lo que Juan dice de Pedro dice más de Juan que de Pedro, pero no hablo del mensaje en sí. 

Hablo de la voluntad de escuchar activamente cuando nos dan un input sobre nosotros que no siempre es agradable de escuchar. Analizar si allí nos ponemos en modo negación o ataque revela lo poco dispuestos que estamos a conocernos y aprender sobre nosotros mismos.

Cuantas más ganas de mejorar tengamos, más herramientas adquiriremos y, por tanto, más capaces seremos de resolver los conflictos cotidianos. 

La verdad incómoda no siempre sale a la primera

Pero llegados a este punto déjame contarte algo que creo que nadie nos dice y es que las conversaciones difíciles tienen que tenerse más de una vez, porque son complicadas y casi nunca acabamos expresando y recibiendo lo que realmente era necesario decir y oír.

¿Y eso por qué sucede? Porque no tenemos las cosas claras. Por eso nos cuesta expresarlas y darles dirección. La mayoría de personas creen que tienen un problema que no tienen y desconocen lo que realmente les causa esa incomodidad que sienten. Me explico.

El otro día estaba sentada como de costumbre con mi ordenador en una tetería del barrio de Gracia, en Barcelona, y a mi lado se sentaron dos chicas veinteañeras  a tomar un té. El lugar es pequeñito, así que las mesas quedan cerca y pude escuchar con todo lujo de detalle la conversación que tuvieron. Una de ellas explicaba que había tenido un problema con la reserva de un cliente en el hotel en el que hacía poco que trabajaba. Por lo visto se había encarado con él y, además, estaba muy dolida, porque ninguna de sus compañeras había acudido a defenderla. Como consecuencia de ese incidente, la acababan de echar.

Ella creía que el despido se debía a la mala suerte de dar con un cliente poco tolerante, a la falta de solidaridad de sus compañeras o a su error con la reserva propio de una principiante.

Nada más lejos de la realidad.  El motivo real de ese despido, a juzgar por lo que contaba, era la falta de madurez emocional. No asumía ningún tipo de responsabilidad ni mostraba el más mínimo ápice de capacidad de resolución en esa situación. La echaron porque dejó de ser confiable para sus jefes. Perdió los papeles y con eso se expulsó a sí misma. 

la autorregulación es una competencia emocional clave

El ámbito profesional es en el que más tenemos que autorregular nuestras emociones. Y por regular no me refiero a reprimir o eliminar, me refiero a saberlas dominar, detectar con sutileza hasta dónde es adecuado mostrar y hasta dónde no.

El mayor riesgo de contratar a alguien no es la falta de competencias profesionales, sino la falta de competencias emocionales.

Cada uno está con sus propias guerras y conflictos internos y, por tanto, lo que más valoramos en los demás es que no añadan más madera al fuego. Si quieres que te vaya bien, demuestra que no eres alguien que puede explotar en cualquier momento, sino alguien que sabe gestionarse ante cualquier situación. Esto triplicará tu valor, no solo en cualquier trabajo, sino en cualquier relación.