Hace décadas que la psicología intenta comprender uno de los perfiles psiquiátricos más complejos y controvertivos: el del sociópata. El trastorno de la personalidad antisocial (TPA), como también se lo conoce, es una condición psicológica que está marcada por patrones de comportamiento persistentes, irresponsables, impulsivos y carentes de empatía.
Las personas con este trastorno, los sociópatas, tienden a violar las normas sociales, las leyes e incluso los derechos de los demás sin sentir culpa o remordimiento. Pese a estas descripciones de manual, sin embargo, comprender la psique del sociópata sigue siendo una de las tareas pendientes de la psicología. O lo era, hasta ahora.
En sus memorias, Sociópata, Patric Gagne, doctora en Psicología, nos deja un testimonio cautivador, esencial y sin precedentes: se confiesa como sociópata, y nos permite echar un vistazo íntimo a la mente de quienes viven bajo este diagnóstico. Ella misma se define como una persona “mentirosa, ladrona, inmune al remordimiento, manipuladora y capaz de casi cualquier cosa”. Y asegura que no es la única en pleno siglo XXI.
La mente de una sociópata
Patric Gagne no fue una niña “normal”. Su madre no tardó en darse cuenta, ella misma tampoco. Uno de los eventos claves de su historia, según cuenta en sus memorias, fue la muerte de su inseparable hurón.
La familia estaba conmocionada, ella apenas sentía tristeza. Esta falta de emoción, esta apatía constante a la que Gagne llama “el dragón”, fue su constante compañera durante buena parte de su vida. Y la responsable de mucho de lo que pasó después.
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La apatía de Gagne fue creciendo, ocupando cada vez más espacio. “Todo empezaba con el deseo de hacer que aquella nada desapareciera, una presión continua que se expandía e impregnaba todo mi ser”, explica en sus memorias. “Cuanto más tiempo intentaba ignorarla, peor era”. Fue esta la causa por la que, desde una edad muy tempana, Patric comenzó a delinquir.
Robaba en el colegio, se escapaba, entraba en casas ajenas y, en una ocasión, clavó un lápiz en la cabeza de una compañera de clase. “La euforia que había sentido después de apuñalar a Syd era a la vez desconcertante y tentadora. Quería volver a experimentarla. Quería volver a hacer daño. Pero no quería. Estaba confundida y asustada”, explica la autora en un desgarrador relato del momento en el que cruzó aquella línea insalvable.
Un grito de ayuda y esperanza
La idea de una niña que apuñala a otra con un lápiz es, para cualquiera que se encuentre fuera del espectro de la sociopatía, escalofriante. Los sociópatas han sido clasificados, durante décadas, como personas peligrosas para las que no existe cura.
Esto mismo fue lo que, durante su época de estudiante universitaria, descubrió Gagne en los libros. “Todos los demás podían tener esperanza: los esquizofrénicos, los alcohólicos, los bipolares depresivos… Había planes de tratamiento y grupos de apoyo para todos.” Para las personas como ella, sin embargo, no parecía haber esperanza.
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Durante esta etapa de su vida había conseguido alcanzar una especie de “normalidad”. No apuñalaba a nadie, pero los impulsos destructivos no habían desaparecido. Había aprendido a camuflarse entre la gente, a imitar sus gestos, su forma de hablar. A fingir cierto grado de empatía. A dejar de ser señalada por su evidente diferencia.
Pero no era suficiente. “¿Eso era todo a lo que podía aspirar el resto de mi vida? ¿Un aislamiento en la intimidad y un aumento constante de los comportamientos amorales solo para evitar otros impulsos más peligrosos?”.
Un diagnóstico peligroso
“Los libros que encontré decían que la sociopatía no tenía tratamiento y que los sociópatas no podían controlarse”, cuenta Gagne en uno de los momentos más emotivos de sus memorias.
Encontrar un diagnóstico fue el primer paso para ella en un camino que le permitiría no solo llegar a doctorarse como Psicóloga y ejercer la profesión, sino también casarse y ser madre de dos hijos.
“Todo lo que leía apuntaba a que era sociópata. Me faltaba empatía. Dominaba el engaño. Era capaz de cometer actos violentos sin remordimientos. Me costaba conectar con las emociones. Nunca me sentía culpable. Y, aun así, sabía que no era el monstruo que describían los medios”.
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Pese a lo desalentador de sus primeros descubrimientos, la psicóloga no se rindió. Siguió investigando y encontró varios estudios que señalaban que no todos los sociópatas eran monstruos destructivos. “Eran más bien personas cuyo temperamento por defecto hacía que las emociones sociales aprendidas –como la empatía y el arrepentimiento– les resultaran más difíciles, pero no imposibles, de internalizar. Basándome en mi propia experiencia, me cuadraba”, asegura la especialista.
Poco a poco, Gagne encontró su propia manera de dominar al “dragón”. “La apatía era como un dragón que necesitaba que lo alimentaran”, explica la psicóloga. “Hice exactamente lo que necesitaba para darme a mí misma las descargas de emoción necesarias. Nunca iba más lejos, ni cuando me sentía tentada, que era a menudo. Programaba mis travesuras como habría programado la toma de un medicamento recetado por el médico. Y nunca me saltaba la dosis.”
Una mirada compasiva a un diagnóstico complejo
Además de ofrecernos un relato revolucionario sobre uno de los diagnósticos más complejos de la psiquiatría moderna, Gagne intenta llevar con sus memorias un mensaje de esperanza para todas aquellas personas que se encuentran en su misma situación.
“La sociopatía es una enfermedad mental peligrosa cuyos síntomas, causas y tratamientos requieren investigación y atención clásica”, explica la autora. “Ese es precisamente el motivo de que quiera compartir mi historia: para que los individuos afectados por la sociopatía puedan recibir la ayuda que hace demasiado tiempo que les falta”, confiesa. Su misión, asegura, es que “otros sociópatas puedan verse reflejados en una persona que tiene más que ofrecer, aparte de oscuridad”.
Con su libro, Gagne implora una mirada más compasiva para quienes viven bajo este diagnóstico. “A diferencia de lo que se suele pensar, los sociópatas son más que sus marcadores de personalidad. Son niños que buscan comprensión. Son pacientes que esperan validación. Son seres humanos que necesitan compasión”. El sistema, por ahora, sigue fallándoles, y es lo que la experta se propone evitar.
En su caso, su investigación se convirtió en la tesis más revolucionaria sobre la sociopatía que se ha hecho en la historia, convirtiéndose en la base de sus estudios sobre el trastorno y de sus propias memorias.
Se casó, tuvo dos hijos y descubrió que su vida podía ser muy distinta a lo que pintaban los medios. Un diagnóstico, un tratamiento y una mirada compasiva cambiaron su vida. “David llenaba todos mis vacíos”, narra en sus memorias al respecto del momento en el que conoció a su marido.
“Por primera vez en mi vida, no me sentí constantemente falta de emociones. Todo lo contrario. ¡Sentía amor! Sin saberlo siquiera, David me había enseñado a adaptarme a cosas como la comunicación y el afecto, cosas que yo suponía que a la mayoría de las personas les surgían con facilidad, pero a mí no”.
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