Un lama tibetano contaba la historia de un hombre que siempre quiso ir a la Luna. Para ello sacrificó su juventud estudiando hasta los límites de su resistencia, preparándose físicamente, viajando a los diferentes lugares donde se realizaban las pruebas, superando exámenes cada vez más complicados y exigentes.
Cuando finalmente logró ser lanzado a las estrellas, en el momento de alunizar, la nave sufrió un accidente y quedó irremediablemente dañada. Sin posibilidad ya de volver a casa, salió con su traje a pisar aquella Luna tan largamente anhelada.
Sentado al pie de una duna, mientras el oxígeno de su depósito se iba agotando, el astronauta contempló la Tierra a la que no podría regresar y, con lágrimas en los ojos, se dio cuenta de que lo mejor de la vida se encontraba en ese planeta ahora lejano que no había valorado.
El descubrimiento del astronauta, cuando comprende que la felicidad que andaba buscando la tenía en casa, llega demasiado tarde. Lo bueno de la iluminación, sin embargo, es que podemos obtenerla en cualquier instante. Se trata de apreciar lo que ya tenemos antes de perderlo.
Un instante de lucidez que ilumina todo el camino
No está escrito en ningún sitio que haya que llegar al final del camino para darnos cuenta de que no hay mejor vida que esta. Ese instante de lucidez puede iluminar, desde ahora, nuestra vida entera.
Igual que hay quienes no ven bien de cerca y solo enfocan lo que tienen lejos, es común pensar que “la vida está en otra parte”, como en la novela de Milan Kundera. Pero si no gozamos con lo que ya tenemos tampoco sabremos hacerlo con lo futuro.
Esta incapacidad para ver lo maravilloso que ya tenemos es el centro del cuento jasídico que inspiró El alquimista a Paulo Coelho.
La fábula del rabino que halló su tesoro
El filósofo Martin Buber rescató la historia del rabino Eisik de Cracovia, que sueña que debe ir a Praga para descubrir un tesoro bajo el gran puente que lleva al castillo real. Después de tener tres veces el mismo sueño, el rabino se pone en camino.
Sin embargo, una vez en Praga ve que el puente está vigilado día y noche por guardias, con lo que no se atreve a excavar. De tanto deambular alrededor del puente, al final atrae la atención del jefe de los vigilantes, que le pregunta si ha perdido algo.
El rabino opta por revelarle el sueño, lo cual provoca un estallido de risa en el capitán de los guardias, que le explica que también él tuvo un sueño en el que escuchaba una voz: “Me hablaba de Cracovia y me ordenaba ir hasta allí y buscar un gran tesoro en la casa de un rabino llamado Eisik, hijo de Jekel. El tesoro debía ser descubierto en un polvoriento rincón, donde estaba enterrado, detrás de la estufa”.
El oficial le cuenta que no emprendió la búsqueda, porque la mitad de los judíos de Cracovia se llamaban Eisik, y la otra mitad Jekel, por lo que habría tenido que excavar debajo de cada casa.
Emocionado, el rabino despide al jefe de los guardianes con una reverencia y regresa a Cracovia sin más demora. Una vez en casa, descubre allí lo que anhelaba.
El verdadero tesoro no está lejos de nosotros
Sobre esta fábula, el orientalista alemán Heinrich Zimmer comentaba: “el verdadero tesoro, el que pone fin a nuestra miseria y a nuestras pruebas, nunca está muy lejos; no hay que buscarlo en un país alejado, pues yace sepultado en los lugares más recónditos de nuestra propia casa, es decir, de nuestro propio ser.”
Las historias del astronauta y del rabino nos invitan a abrir los ojos a la felicidad que tenemos cerca, aunque a menudo la busquemos lejos.
¿Qué es lo más precioso que encierra nuestra vida cotidiana? ¿Podemos tener la lucidez de valorarlo ahora y celebrar el tesoro que ya tenemos?