El principio de Hanlon, también conocido como la navaja de Hanlon, es una regla empírica que dice: “No atribuyas a la maldad, lo que se explica adecuadamente por la estupidez”. Es una regla sencilla que nos invita a pensar que a veces los accidentes son simplemente accidentes. Pero cuando se lleva al extremo, caemos en una peligrosa trampa: la de creer que todo aquel que actúa con crueldad lo hace por negligencia, y no por pura maldad.
No hay nada intrínsecamente moral en la inteligencia, en ninguna de sus variantes y formas. Que alguien tenga una buena capacidad lógico-matemática, que tenga grandes habilidades lingüísticas o sea un genio de la inteligencia intrapersonal no lo convierte automáticamente en una buena persona. La moralidad no depende de la capacidad, ni de la inteligencia, sino del uso que hacemos de ella. Eso es, precisamente, lo que nos explica el experto de Harvard Howard Gardner, el psicólogo que descubrió las inteligencias múltiples.
Más allá de la inteligencia racional
En los años 80, el estudio de la inteligencia y su aplicación sobre la educación se limitaba a dos campos muy específicos. El de la inteligencia lógico-matemática (habilidad de razonar de manera deductiva y lógica) y la inteligencia lingüística (capacidad de dominar el lenguaje y la comunicación). Y fue así hasta que Howard Gardner, doctorado en Psicología por la Universidad de Harvard, desarrolló su teoría de las inteligencias múltiples.

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“Las pruebas estándar de inteligencia suelen investigar las inteligencias lingüística y lógica, pero no las otras inteligencias que he identificado: musical, espacial, corporal-kinestésica, interpersonal, intrapersonal y naturalista”, explica el experto en una entrevista para Magazine Les Plumes. “Me opongo a escoger una o dos de ellas, llamarlas ‘inteligencias’, y rebajar o marginar a las demás llamándolas (simples) ‘talentos’”, continúa.
La inteligencia es, por tanto, mucho más compleja de lo que imaginamos. No puede medirse con simples test, debe comprenderse en el mundo práctico, observando aquello que nos interesa, que nos motiva y la forma en la que aprendemos.
¿Existe, entonces, algo parecido a una persona inteligente? El experto asegura que “si no hay lesiones graves, todos tenemos el componente completo de la inteligencia, aunque diferimos en cuanto a cuál o cuáles son fuertes o no en un momento determinado”. También reconoce que hay componente genético en cuáles de estas inteligencias tenemos más afinadas, aunque concluye que “la práctica o el ejercicio aumentan la inteligencia; la falta de uso o el mal uso la disminuyen”.
No podemos decir, por tanto, que haya personas naturalmente inteligentes, como no podemos decir que haya personas naturalmente buenas o malas. En ambos casos, la experiencia, la genética y el aprendizaje juegan un papel crucial.
¿Es la inteligencia esencialmente buena?
“Donde la ignorancia es felicidad, es una locura ser sabio”, decía el poema del famoso Thomas Gray. Su frase se ha malentendido tanto que ha calado en la sociedad como un mensaje peligroso: la ignorancia da la felicidad. ¿Es cierto? De ser así, podríamos decir que la inteligencia es esencialmente mala, porque nos hace infelices.
En el otro extremo tenemos la ya citada navaja de Hanlon, que nos dice que aquel al que percibimos malvado es, en muchas ocasiones, un simple ignorante. En consecuencia, podríamos asumir que el inteligente es esencialmente bueno, o tiene mayor potencial para serlo.
Resolver esta cuestión podría llevarnos páginas y páginas, pero una cosa está clara: no podemos caer en reduccionismos, la inteligencia no es esencialmente buena ni mala.
“Las inteligencias son como un conjunto de química mental: se puede crear un veneno o un antibiótico con elementos químicos”, asegura Gardneren una entrevista para Long Term Economy, “toda inteligencia humana puede utilizarse de manera benigna o destructiva”.
Esto se aplica, por supuesto, a todos los tipos de inteligencia. “Tanto el poeta Goethe como el propagandista Josef Goebbels tenían mucha inteligencia lingüística; uno la utilizó para escribir gran literatura, el otro para fomentar el odio. Tanto Nelson Mandela como Slobodan Milosevic tenían mucha inteligencia interpersonal: el primero utilizó su inteligencia para curar a un país herido, el otro para generar una limpieza étnica”, recuerda el creador de la teoría de a la inteligencia múltiple.
Estos ejemplos dejan claro que “las inteligencias en sí mismas son amorales”, asegura el profesor de Harvard. Su componente moral no radica en las habilidades que nos confieren, “necesitan estar ligadas a un propósito, y ese propósito puede ser positivo o destructivo”.
poner la inteligencia al servicio de la bondad
Quizá la clave, entonces, sea comprender que la bondad se encuentra en el deseo o el propósito de usar la inteligencia (sea cual sea la que tengamos más a mano) para hacer el bien. No se trata de compararnos, de destacar en una u otra, sino de comprender que lo verdaderamente poderoso es el uso que hacemos de cada una de ellas. Como Gardner nos recuerda, la inteligencia, en cualquiera de sus formas, no es garantía de virtud ni de vileza.
La reflexión final tras este galimatías es sencilla. Desarrolla tu inteligencia en todas sus formas, potencia tus habilidades, pero, sobre todo, asegúrate de ponerlas al servicio de un propósito que haga bien al mundo.
Aunque suene demasiado bonito para ser cierto, la ciencia nos asegura que la solidaridad, la bondad y el altruismo generan un efecto impresionante sobre el celebro, desencadenando la liberación de las famosas hormonas de la felicidad. Este uso bondadoso de la inteligencia es, por tanto, no solo un seguro de que poco a poco viviremos en un mundo más justo y amable, sino una garantía personal de satisfacción vital.
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