Cuando se acerca el final de año es imposible no hacer balance.
Es como si entonces, y solo entonces, tuviéramos conciencia sobre lo que hemos vivido.
Como si los días se acumularan sin ningún tipo de sentido.
Uno tras otro, hasta que por fin podemos colocarlos en algún sitio.
Hay años en los que no te pasa nada.
Que no puedes recordar si fue en junio o en septiembre.
Esos años tranquilos que jamás usas como medida.
Esos que son «años antes de» o «años después de».
Años que dices que son aburridos.
Pero que luego, cuando vienen los años duros, echas de menos.
Porque hay años que son una mierda.
Que todo lo malo parece que se sucede en una especie de broma macabra.
Años de los que quieres despertar.
Como si de una pesadilla se tratara.
Años en los que aquello que creías infinito.
Cierto y seguro.
Desaparece para siempre.
Y solo te deja vértigo y vacío.
Porque hay años sin los demás.
Años en los que la ausencia te rodea.
Y ya no puedes llamar.
Ya no.
Y sin embargo a pesar de cómo sean los años.
Aquí continuamos.
Es lo único que nos queda: seguir.
Mirando hacia los lados para ver cómo están los que no somos nosotros.
Para ver si necesitan un poco más de ayuda en sus años oscuros.
Para pedir ayuda cuando vengan los nuestros.
Porque nadie ha pedido vivir.
Pero aquí estamos.
Y solo nos tenemos los seres humanos entre nosotros.
Nuestra capacidad de empatía y de ternura.
Nuestro amor como movimiento frente a la destrucción.
Porque sí, amar u odiar es siempre una elección.
Cómo nos tratamos también.
Así que la próxima vez que vayas a tratar a alguien mal.
Piensa en cómo puede haber sido su año.
Piensa en lo que puede haber estado pasando.
En sus miedos, su dolor, en su ira, su frustración.
Piensa en lo que lleva por dentro.
Y sé amable.
Porque ser amable es gratis.
Ser amable salva los días.
Y muchos días salvados.
Son una vida.