Todas las mañanas, Laura se despertaba con un fuerte dolor en la mandíbula. A veces, incluso, con un dolor de cabeza que le duraba todo el día. La joven había acudido a especialistas que le habían prescrito dormir con una férula de descarga para proteger sus dientes. Al parecer, Laura tenía la costumbre de apretar fuertemente la mandíbula mientras dormía.
Sin embargo, a pesar de la férula, Laura seguía despertándose a diario con un profundo malestar. Además, se daba la circunstancia de que la chica, durante el día, también apretaba la boca. Ya fuera en el trabajo, en el autobús o viendo la televisión en su casa, siempre tenía que estar atenta para relajar su mandíbula, la cual, parecía vivir en un continuo estado de tensión.
Aún siendo tan joven, debido a la continua tensión que soportaba su mandíbula, Laura había perdido ya varias piezas dentales y tenía dañadas muchas otras. Su odontólogo le había comentado que su dentadura y sus encías eran más propias de una anciana que de una chica de 35 años, su edad real.
Tensiones acumuladas en la boca
Por recomendación de su dentista, la joven buscó ayuda psicológica y fue así como llegó a la consulta. Poco a poco, comenzamos a trabajar para averiguar el origen de esa tensión que tanto afectaba a su mandíbula.
En terapia, retrocedimos hasta su infancia y Laura pudo recordar cómo cada vez que de pequeña protestaba por algo o se manifestaba en contra de lo que su padre opinaba, éste le daba un pequeño golpe en la boca para que se callase. No era un bofetón ni le provocaba un enorme dolor físico, pero el golpe era lo suficientemente contundente como para que la niña interiorizara la idea de que: "protestar está prohibido".
Como la gota de agua que va desgastando la piedra, esos cientos de golpecitos que la niña recibió en su infancia fueron marcando su carácter y con el paso de los años, Laura automatizó la costumbre de apretar su boca para reprimir sus opiniones y sus quejas. Dejar de hablar le sirvió a la niña para para que su padre no se enfadara con ella, pero el precio a pagar fue demasiado alto, la tensión acumulada terminó haciéndola enfermar por su punto más débil, la boca.
Tras realizar su trabajo terapéutico, Laura pudo, por fin, hablar sobre la frustración, la rabia acumulada y la tristeza por todo lo sucedido. Además, la joven comprendió que los motivos para seguir callando habían desaparecido, ahora era una adulta que podía y sabía defenderse.
Además, la joven se prometió a sí misma no volver a callar, ni a reprimir sus opiniones: "Tengo derecho a hablar" me comentaba y se decía Laura en las sesiones. Precisamente, la joven decidió tatuarse esta frase para no olvidar nunca ni su pasado, ni la importancia de expresar sus emociones.
El punto culminante de su liberación tuvo lugar en una reunión familiar. En el instante en el que su padre comenzó a decir las mismas barbaridades de siempre, en lugar de callarse, ella expresó su desacuerdo y expuso su opinión afirmando ante su padre que jamás volvería a callarla. Cuando éste empezó a gritar, Laura, tranquilamente, se puso en pie y abandonó la reunión.
La joven me llamó varios años después para contarme que sus problemas en la boca habían mejorado mucho, su encía ya en parte regenerada, además de haber sanado, era más acorde a la de una persona de su edad.
Las emociones que reprimimos, que callamos, con el tiempo pueden llegar a causar daños físicos en nuestro cuerpo. Para reencontrar el equilibrio cuerpe-mente, resulta imprescindible trabajar para recuperar nuestra voz, nuestras palabras, nuestra capacidad de actuar y defendernos de personas abusivas.