Acercarnos al mar es agradable y refrescante. Contemplar su inmensidad azul supone un espectáculo fascinante: el constante movimiento del agua, la evanescente espuma de las olas al llegar a la costa, la brisa cargada de un salobre y vitalizante aroma que llena los pulmones.

El disfrute del mar es algo más que simple ocio, su efecto regenerador sobre el organismo se acompaña de una acción balsámica a nivel psicológico. Todo lo marino parece evocar en nosotros un recuerdo atávico, una extraña nostalgia.

Junto al mar, el cuerpo y la mente parecen renovarse. Incluso recobramos cierta alegría de vivir, pues espontáneamente tendemos al juego y a la risa.

Es como una vuelta a la infancia o al paraíso perdido, que en nuestro imaginario suele presentarse bajo la forma de una tranquila playa de arenas doradas y sombra de palmeras donde escuchar el ancestral murmullo del mar resonando en la caracola de nuestro corazón.

El mar no parece tener límites, ni en el horizonte ni por debajo. Solo el cielo es más grande que él.

El simbolismo del mar: la madre primordial

Si el sol es el "padre" de la vida mediante su luz y calor, el mar es la "madre", pues representa –simbólica y realmente– una gran matriz. De hecho, permanecemos varios meses en el vientre materno, flotando en el líquido amniótico.

Al nacer, se nos deposita en una cuna, que antaño tenía justamente la forma de una pequeña barca e incluso permitía realizar con ella un movimiento de vaivén que calmaba al pequeño simulando ondulaciones marinas.

Significativamente, las palabras latinas mare (mar) y mater (madre) son muy próximas, lo mismo sucede en las lenguas románicas. Tanto para la lengua egipcia como para el sánscrito indoeuropeo, el fonema "MA" evoca lo maternal y primordial bajo el signo del agua.

Por eso los marineros, intuitivos y certeros, gustan hablar de "la mar", recalcando su condición femenina. En España, a la mujeres cuyo nombre es Concepción, se las suele llamar Concha, lo que evoca la relación simbólica de la fertilidad con el mar.

Salinidad marina y salinidad del cuerpo

Para los biólogos, la vida surge de las aguas marinas. Los océanos y mares cubren el 70% de la superficie de la Tierra –curiosamente la misma proporción de agua de nuestro cuerpo–, con una profundidad media de 4 km.

Estas aguas representan una enorme masa fluida en contacto con la luz y las energías cosmotelúricas. En continuo movimiento por la acción del aire, se oxigenan y dinamizan energéticamente.

Con todo, la composición del agua de mar es siempre la misma, solo la cantidad de sales disueltas varía en función del entorno y el clima, pero manteniendo el grado de salinidad que permite la vida de los animales que alberga.

Está constituida por una 96,5% de agua pura, que forma una solución de cloruro sódico (10 g/litro) que le confiere su sabor salado. Contiene también sulfato magnésico –que le da su típico amargor–, así como la totalidad de los minerales y oligoelementos que componen la corteza terrestre y todos los gases de la atmósfera.

En este sentido, es importante destacar cómo la composición de nuestro medio interno se asemeja al medio marino. Proporcionalmente, los componentes del agua de mar y el plasma sanguíneo son muy parecidos.

El denominado "plasma de Quinton", en recuerdo del científico francés que lo investigó, es un medicamento natural que consiste básicamente en agua de mar y que tiene un efecto reconstituyente sobre el organismo.

La talasoterapia es una rama médica que aprovecha las virtudes curativas del agua y clima marinos.

El mar no solo origina la vida sino que la mantiene. El fitoplancton crea más oxígeno que las selvas del planeta. Las aguas se evaporan a diario en los océanos, renovando así su pureza y originando las lluvias que fertilizan la tierra.

Las reservas marinas de peces y algas son un almacén de alimentos para el ser humano. Por eso es triste e incomprensible ver cómo cada vez más se va degradando el medio marino con todo tipo de abusos y contaminantes.

La sal como quintaesencia

El agua de mar es salada, al igual que el suero de nuestra sangre y las lágrimas. La sal, en todas las culturas, simboliza vida y renacimiento. Es, en efecto, necesaria para los procesos bioquímicos del organismo y también uno de los más antiguos sistemas de conservación.

La palabra salario deriva de la costumbre que tenían los romanos de pagar con cierta cantidad de sal. Dentro del cristianismo, la pila bautismal contiene agua salada, símbolo de purificación, y en sus primeras versiones tenía la forma de una concha marina.

¿Por qué mirar el mar nos hace sentir bien?

El mar y la navegación pueden simbolizar el curso de la vida, sus afanes y zozobras. Desde el nacimiento, con la salida del claustro materno –puerto a resguardo–, cada uno de nosotros es semejante a una pequeña nave en el océano de la existencia.

Aprendemos a navegar, a encontrar buenos fondeaderos donde reposar o "islas afortunadas". El viento de nuestras pasiones impulsa las velas; la mirada, ayudada por el sextante de la inteligencia, calcula posiciones; y la brújula del corazón nos permite orientarnos.

En medio de ese oleaje samsárico, como diría el budismo, la luz del sol durante el día y de las estrellas por la noche nos ayudan a avanzar por ese desierto de agua. Sorteando obstáculos, escollos y arrecifes, también puede haber naufragios.

Por eso la historia de Ulises, cantada por Homero en la Odisea, es también la nuestra: un periplo lleno de peligros en la forma de dioses, gigantes y cantos de sirenas que quieren impedir nuestra vuelta a casa, a la Itaca que simboliza nuestro ser esencial, un lugar de paz en tierra firme.

La profundidad del mar representa igualmente lo subconsciente o abisal, lo que no está iluminado por la luz de la conciencia. Son lugares de inquietud, con posibles presencias fantasmales o inesperados monstruos.

Por la misma razón que provoca temor navegar de noche por el mar, cuando las aguas son oscuras o están tenuemente iluminadas por los plateados rayos de la luna. Pero las profundidades albergan igualmente escondidos tesoros.

En palabras del poeta Saadi de Shiraz: "En el fondo del mar se encuentran riquezas incalculables; pero si buscas seguridad, quédate en la costa".

Numerosas obras literarias, además de la Odisea, describen con metáforas marinas los peligros y maravillas de la vida. Recordemos la obsesiva persecución de una ballena blanca narrada en el Moby Dick de Melville, la reflexión de Hemingway sobre la supervivencia en El viejo y el mar, los mágicos periplos de Simbad el marino en los cuentos de Las mil y una noches, las historias de piratas en los mares del sur contadas por Stevenson o las misteriosas aventuras del Arthur Gordon Pym de Poe.

El mundo acuático: un reino de cambios

También el mundo onírico se relaciona con lo acuático, como puso de relieve el filósofo Gaston Bachelard en El agua y los sueños. Si la dimensión psíquica o anímica –en contraposición al espíritu en sentido activo y consciente–, sobre todo emocional, se relaciona con lo acuoso, las ensoñaciones todavía más si cabe.

Los sueños, perfectamente nítidos al vivirlos, se olvidan con gran rapidez en el estado de vigilia. Al despertar por la mañana, sus imágenes se desvanecen como se escapa el agua entre los dedos. En ese sentido, recordar un sueño equivale a conseguir "pescarlo". Podría afirmarse que el mar representa en sentido general las transformaciones.

Y como todo símbolo, tiene dos aspectos aparentemente contrapuestos: por un lado la vida, por otro la muerte. De ahí que muchos pueblos ribereños y en diferentes latitudes –desde Galicia a Bali– prefieran mantener cierta distancia con el mar, una suerte de respeto no exento de miedo.

Porque el mar, que da la vida, también puede quitarla: es posible naufragar y ahogarse, o bien el enemigo desembarcar en la costa. Al igual que el sol –su contraparte simbólica masculina– puede vivificar o quemar con sus rayos.

Asimismo, el mar evoca el cambio constante, la transitoriedad de las cosas, empleando de nuevo un lenguaje budista. Siempre está en movimiento, sea este suave o tempestuoso, como nuestros pensamientos y emociones.

Pero también es cierto que la agitación del mar va disminuyendo a medida que se va profundizando, al igual que la mente apaciguada por la meditación se vuelve amplia y tranquila como mar en calma.

El eterno retorno de las olas

Como hemos visto, el mar es fuente de vida pero también alberga necesariamente la muerte.

Venus es representada por Botticelli naciendo de una concha sobre la espuma del mar en medio de un amanecer. Los antiguos vikingos depositaban a sus muertos sobre una barca que liberaban al mar, creyendo que facilitaban así un renacimiento en alguna Isla verde paradisiaca. En ambos ejemplos, el mar puede simbolizar la vida.

"Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir", se recuerda en las coplas de Jorge Manrique. Pero también esa vuelta al mar como origen puede entenderse en sentido espiritual.

Así, en el antiguo texto hindú de la Chandogya Upanishad, leemos: "Surgidos del océano, los ríos vuelven a él y se convierten en el océano en sí mismo. Y de la misma manera que no recuerdan haber sido tal o cual río, así también todas las criaturas de aquí abajo, aunque surgidas del Ser, ignoran que salen del Ser: tigre o león, gusano o mariposa, mosca o mosquito, sea cual sea su condición, todas las criaturas son idénticas a ese Ser que es su esencia sutil".

En el simbolismo de los elementos, el mar (Agua) ocupa una posición intermedia entre lo sutil o informal (Aire) y la denso o formal (Tierra). De ahí que pueda considerarse un lugar de paso entre la vida y la muerte, lo visible y lo invisible. Sus horizontes de bruma y de misterio así lo atestiguan.

En todo caso, el mar ejerce siempre una atracción sobre nosotros porque se produce una suerte de identificación: sentimos su oleaje en nuestro interior y su pulso en la sangre, podría afirmarse.

Nuestros pesares y melancolías, tienen –como el mar– un sabor amargo. Pero también nuestras alegrías son las de un niño que construye castillos de arena a sus orillas y salta divertido cuando las olas tocan sus pies. El susurro del mar, como si fuera una nana maternal, tiene a menudo el don de apaciguarnos.

Meditaciones a la orilla del mar

El agua del mar puede ser un buen soporte de meditación. Para ello es preciso abstraerse durante un tiempo de cualquier otra cosa que no sea su presencia.

Sintonizar la respiración

El aire marino abunda en oxígeno, así como en iones negativos que aumentan la producción de serotonina, con efecto sedativo sobre el sistema nervioso.

Sentados a orillas del mar nos concentraremos en el ir y venir de las olas… que poco a poco iremos sincronizando con la propia respiración pero sin intentar que vayan al unísono. Los ojos permanecen cerrados o semiabiertos. Finalmente, el sonido del oleaje y la respiración son una misma cosa.

El vaivén del agua y el romper de las olas crean un ritmo envolvente que induce a que las ondas cerebrales, más lentas, oscilen alrededor de la frecuencia alfa, como en la relajación profunda. Sentimos mucha paz. Permanecemos así el tiempo que deseemos.

Purificarse

El agua de mar, unida a los rayos solares, favorece los procesos depurativos. Pueden aprovecharse sus cualidades purificantes a nivel anímico eliminando pensamientos o emociones de tipo negativo.

De forma relajada, pero concentrados en el mar, avanzamos hasta la orilla. Los pies son los primeros en recibir el contacto con el agua. Vamos avanzando lentamente hacia dentro, sintiendo las partes sumergidas más ligeras y transparentes, perdiendo densidad.

Cuando el agua llega a la altura del pecho, nos detenemos. Sentimos la presencia cálida del sol en lo alto: sus rayos nos alcanzan y van llenando de luminosidad nuestro interior. Respiramos lenta y profundamente, sintiendo que también ese aire vivificante se reparte por dentro.

Finalmente, hacemos una inspiración profunda y nos sumergimos por completo. Aguantamos un momento sin forzar ni perder el contacto de los pies con el suelo y emergemos sintiéndonos ligeros y renovados.