Cuando reflexionamos sobre la palabra "destino" algo misterioso parece resonar en nuestro interior.
¿De qué se trata? Es algo real e intangible al mismo tiempo. El hado, el fatum de los antiguos, la diosa Fortuna, evocaciones de una fuerza que a la vez nos oprime y nos lanza hacia nuevos horizontes.
El destino determina los acontecimientos más importantes de la vida, como puede ser la vocación profesional o encontrar un gran amor.
Curiosamente, cuanto menos parezca intervenir nuestra voluntad consciente, mayor será el indicio de que está actuando el destino por nosotros. Lo que no quita que, paradójicamente, hayamos intervenido en él.
¿Está escrito el futuro?
Cada vez que empiezan nuevas etapas en la vida se abren nuevas posibilidades y también incertidumbre. Nuestros deseos de que todo lo bueno se mantenga y lo malo se aleje son evidentes.
¿Pero qué hay que hacer para lograrlo, de qué depende? Estas preguntas se las han formulado los seres humanos sin encontrar quizá la respuesta, tan sólo aproximaciones.
Porque los conceptos que anteceden al problema del destino, son igualmente difíciles de concretar: el tiempo, la libertad, el bien y el mal... Además, quién ha dicho que nuestros deseos deban ser la medida de la realidad. Lo que es bueno para uno puede no serlo para otro, dependiendo de las circunstancias.
En todas las grandes civilizaciones de la antigüedad (China, Egipto, Mesopotamia, India, Tíbet, Mesoamérica...) coexistieron armónicamente ciencias como la astronomía y la astrología, ambas practicadas por sacerdotes-científicos.
Para el saber clásico, el futuro (o los futuros) ya existen en su propia dimensión y es posible captar en el presente actual un indicio de lo que puede llegar a ser.
Es difícil tener una idea racional de prácticas que apelan a otro tipo de conocimiento. Oráculos como el I Ching pueden responder a un interrogante que nos acucia en un momento dado, así como los cálculos de un buen astrólogo pueden dar información sobre nuestro carácter o momentos más o menos favorables para realizar determinadas cosas.
Pero tampoco es saludable la total credulidad en las mancias, como tampoco sería razonable su absoluta negación. En todo caso, no es tan fácil encontrar personas capacitadas y honestas en ese campo.
Por otra parte, si pudiéramos conocer el futuro, ¿nos haría eso más felices? Si lo que parece una blanca hoja de papel sin letras pudiera leerse de antemano, con todo lo que va a pasar, e incluso con la fecha de nuestra muerte, ¿nos ayudaría a vivir mejor, o quizá nos sumiría en una gran tristeza?
Bendita ignorancia, pues. Lo que sabemos a ciencia cierta es aparentemente poco: que la muerte es inevitable y que el futuro se construye ahora, en el presente. Pero quizá es suficiente, si lo sabemos entender.
¿Un DESTINO ÚNICO o VARIOS DESTINOS?
Hay quien no cree en el destino y quien todo lo atribuye a éste. Suele decirse que las culturas orientales tienden a creer demasiado en él y por ello son fatalistas. Si "todo está escrito", para qué molestarse demasiado en querer cambiar las cosas.
Nuestra cultura está en el extremo contrario y es incapaz de reconocer que determinados excesos del llamado progreso pueden tener resultados nefastos y que no podemos escapar a ese "destino".
Podríamos decir que la fuerza del destino representa un vector, la convergencia de varios factores, limitantes unos y liberadores otros.
Si tomamos el ejemplo de una bella melodía tocada por un flautista, el resultado final depende de elementos materiales (el aire que atraviesa un tubo estrecho y que debe salir por unos pequeños orificios), los dedos del tañedor que deben moverse de determinada manera y no de otra, y la música en la que se inspira el flautista.
Esta última, la parte más espiritual del proceso, es a la vez el resultado final de un procedimiento material, pero también la causa original que posibilita la audición. Es decir, que lo sutil se sirve de lo más burdo y viceversa. Tenemos la flauta, la mayor o menor pericia del que toca, y el compositor de la música.
Algo parecido sucede con el destino, pudiéndose distinguir varios niveles.
Está primero el destino cósmico: habitamos un planeta y galaxia concretos y en una época determinada. Esto condiciona nuestra biología: tenemos un cuerpo de características definidas en cuanto a forma y posibilidades; ya no es lo mismo, de entrada, nacer hombre o mujer.
Luego tenemos la realidad social, con sus creencias, clases sociales, desarrollo tecnológico, etc. De modo que existen dos aspectos de la realidad que interaccionan constantemente y que suelen definirse como la incidencia de lo genético y lo socialen el comportamiento humano.
DESTINO Y LIBRE ALBEDRÍO: EL IMPACTO DE CADA DECISIÓN
Ahora bien, por mucho que avance el conocimiento del código genético, no debe entenderse como un determinismo absoluto.
Más bien hay que verlo como un aumento de las posibilidades de que algo pueda suceder, por ejemplo cierta enfermedad, pero hay otros factores en juego (higiene, estado emocional...).
Por su parte, el ambiente social nos condiciona claramente, pero tampoco sin remedio. Hay personas buenas e inteligentes que han crecido en familias desestructuradas, y asesinos nacidos en familias normales.
Esto nos lleva a la necesidad de hacer intervenir un tercer elemento en el juego del destino: la libertad interior, el espíritu.
Como dijo G.K. Chesterton: «Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero siempre se ha creído también que hay otra cosa que se llama libre albedrío; lo que califica al hombre y le da agilidad es el equilibrio de esa contradicción».
Tomemos el ejemplo de alguien cuyo padre es alcohólico, una mala herencia sin duda. Las posibilidades de que su hígado desarrolle una cirrosis serán mayores en proporción al alcohol que ingiera durante su vida.
Si en su casa o en su cultura se bebe vino, más posibilidades de hacerlo en exceso dados sus antecedentes.
Ahora bien, si esa persona sigue una alimentación equilibrada, tiene un buen trabajo y una famillia feliz, seguramente eso le lleve a consumir bebidas alcohólicas con moderación y nunca termine con el hígado enfermo.
También puede suceder que, siendo ya alcohólico, el amor de alguien o una experiencia interior le hagan terminar con una vida penosa y todavía se salve de la cirrosis a la que parecía predestinado.
A pesar de las circunstancias que nos condicionan, hay algo indefinible que está por encima de las apariencias, que puede limitar el impacto de lo negativo en nuestras vidas.
Eso es lo que intenta decirnos la sabiduría de la humanidad, con sus santos, filósofos o simples personas con sentido común, capaces de creer en un bien superior en medio de las pequeñas cosas de la vida a menudo llenas de dolor y de tristeza.
kARMA Y DESTINO: ¿SON LO MISMO?
La tradición hindú y la budista utilizan un concepto útil al considerar el tema del destino. Se trata del karma, que literalmente significa "acción", y que se entiende como "ley de causa-efecto".
La verdad de que se recoge lo que se siembra, es también aplicable a los aspectos más sutiles de la existencia.
El budismo enseña que el sufrimiento es la consecuencia de acciones equivocadas y por lo tanto hay que abstenerse del mal y practicar el bien.
El destino, tanto en esta vida como en la siguiente o anteriores, se rige por nuestro karma. Éste es personal (lo que hace cada uno) y también colectivo (lo que hacemos como grupo, nación o humanidad).
Tanto el buen karma como el malo se origina por nuestros actos y a tres niveles distintos: la mente (lo que pensamos), la palabra (lo que decimos) y el cuerpo (lo que hacemos).
Hay, kármicamente hablando, acciones neutras, positivas y negativas.
El karma es también considerado como una semilla que se desarrollará si las circunstancias son propicias (tierra y agua necesarias). Es decir, que hay tendencias, o consecuencias, que pueden manifestarse o no.
De manera que una acción negativa no puede eliminarse una vez hecha, pero pueden limitarse sus efectos si hay karma positivo que se contraponga a él, o bien puede quedar latente sin manifestarse en el caso de que no germine esa mala semilla.
Otra posibilidad es "desviar" las consecuencias de un mal karma mediante ritos y sacrificios.
También hay que tener en cuenta grados de malignidad. Para que un acto sea negativo en sentido estricto debe ser hecho con intención, no de modo accidental o inconsciente.
El budismo señala que somos nosotros los que vamos construyendo una realidad personal que nos aprisiona (a través del karma negativo) o nos libera (karma positivo). El destino depende así en última instancia de uno mismo.
PARA MEJORAR EL KARMA
En culturas tradicionales como por ejemplo la tibetana, es normal que en determinadas épocas del año se hagan ceremonias para mejorar el karma individual o colectivo.
Suelen realizarse en los monasterios, constan de música, danzas, salmodia de mantras y reúnen a los habitantes del pueblo o a los nómadas que se acercan, a veces durante varios días.
El resultado que se busca con ellas es apartar los obstáculos que se oponen tanto a los bienes materiales (salud, buenas cosechas, etc) como, sobre todo, espirituales.
Salvando las distancias, he aquí algunas ideas, más o menos de inspiración tibetana, para mejorar el karma, recordando que no estamos solos sino conectados con los demás:
- Evitar actividades negativas de la mente (avaricia, malicia), palabra (mentira, maledicencia), y cuerpo (dañar físicamente, robar, perversión sexual).
- Buscar la compañía de personas de buen corazón. El destino tiene un componente colectivo y son importantes en ese sentido las personas con las que nos relacionamos. También hay que decir que de esta manera podemos ayudarnos mutuamente de manera sutil.
- Prácticas espirituales como la meditación o la oración o visitar lugares sagrados como templos o ermitas, siempre que aporten sensación de paz, pueden ser recomendables. También la contemplación serena de las bellezas naturales puede influir benéficamente.
- Cultivar la compasión hacia todos los seres vivos. Ayudar a alguien en sus necesidades, visitar un enfermo, colaborar personal o económicamente en una buena causa. Proteger, en la medida que podamos, a los animales y las plantas.
- Si el sufrimiento o la adversidad nos alcanzan, que no sea en vano ni motivo de desesperación. Es posible aprender o purificarse de alguna manera a través de ellos. En todo caso, lo mejor es ofrecer ese sufrimiento para el bien de todos, o por ejemplo de las personas que padecen esa misma enfermedad deseando que se curen.
APRENDER DEL DESTINO
La realidad del destino no es implacable, salvo en raras ocasiones.
No puede detenerse un huracán, pero podemos marcharnos lejos si sabemos que se acerca o bien parapetarnos en algún lugar seguro.
Como escribió el filósofo Schopenhauer: «El destino baraja las cartas y nosotros las jugamos».
El destino es ciego si no intervenimos de manera adecuada.
El ajedrez es un juego muy interesante para ilustrar lo que decimos. En cada jugada hay la libertad de elegir entre varias posibilidades, pero cada movimiento tiene sus consecuencias, al igual que los actos en la vida corriente.
Mientras no intervengan factores extrapersonales, la mayoría de las veces nuestros actos vienen determinados por nuestro carácter. Y puede pasarnos como al jugador de ajedrez impulsivo que no reflexiona sus jugadas.
El carácter, hecho a la vez de factores genéticos y sociales, condiciona pues el destino. Y lo inverso es igualmente cierto, como decía Aristóteles: «Nuestro carácter es el resultado de nuestra conducta».
Cultivar un buen carácter desde niños es la mejor manera de propiciar buenas acciones, ya que somos en definitiva lo que pensamos y hacemos. Como se ha dicho: «Siembra un acto y cosecharás un hábito; siembra un hábito y cosecharás un carácter; siembra un carácter y cosecharás un destino».
También es importante visualizar positivamente nuestro futuro. La imaginación creativa es una fuerza que ayuda a catalizar lo que deseamos. Si no imaginamos nuestro destino, éste nos imaginará a nosotros.
En todo caso, dos son los aliados para mejorar nuestro destino. Uno es el conocimiento, que posibilita la libre elección. «Nunca hay viento favorable para el que no sabe hacia dónde va», afirmaba Séneca.
El otro es el amor, en sentido universal, la capacidad de salir del estrecho marco personal y llegar a ser felices con el bien de los demás. Apoyarnos en la dimensión espiritual de nuestro ser es la manera más segura de que las cosas vayan bien.
Ya que de esta esfera podemos extraer tanto el discernimiento que propiciará un karma positivo que ayude a entender lo que está sucediendo, como la fuerza para resignarse ante lo inevitable.
Porque el destino es en definitiva el gran maestro de la vida y enseña tanto a través de las experiencias agradables, que es normal que prefiramos, como de las desagradables.
Estas últimas son a menudo pruebas que hay que superar para que una mayor felicidad nos alcance. Por lo demás, son inherentes al vivir, como afirma un proverbio hindú: no hay árbol que el viento no haya sacudido.