Mirarse con los mejores ojos y ser benevolente con las propias limitaciones o con la particular manera de ser en el mundo es esencial para mantener una buena salud mental.
Cuando una persona cree que debería (o le convendría) ser de otra forma, cuando está enfada consigo misma por ser como es, sufre mucho. El perfil del “enfadado consigo mismo” es clásico y conocido:
- Vive insatisfecho consigo mismo.
- Se fuerza permanentemente a intentar ser como debería.
- Se fija metas imposibles para poder despreciarse cuando no las consigue.
- Pone excesiva atención en los detalles.
- Planifica todo para no perder el control y vive pendiente del próximo fracaso, que anticipa y produce.
En general, “el enfadado consigo mismo” viene de familias en las que se enseñaba que los rendimientos normales o de promedio son despreciables, que no pueden existir las equivocaciones porque estas son la expresión de poca atención. Y que solo un resultado sobresaliente es satisfactorio. El mandato recibido de los padres ha sido algo así como: “Solo tendrás nuestro cariño si triunfas y te destacas”.
Las consecuencias de no aceptarnos como somos
La persona que vive huyendo del miedo a ser rechazado –y soportando su propio rechazo– teme revelar o admitir su vulnerabilidad. Y por eso:
- Se cierra ante las críticas.
- Bloquea su capacidad creativa.
- Deja de confiar en los otros.
- Pierde la visión de conjunto.
- Tiene poca disposición a correr riesgos.
- Se vuelve más y más testaruda.
- Trabaja en exceso como vía de escape o búsqueda de reconocimiento.
- Esconde obsesivamente sus errores y sus imperfecciones.
- Actúa de manera más y más exigente con los demás.
La consecuencia, tanto en lo laboral como en lo social, es previsible: obtiene menos éxitos o peores resultados que otros de su misma capacidad, pero sigue sosteniendo rigurosamente que su forma de hacer las cosas es la correcta.
Todo esto hace que sea percibido como un victimario y no como una víctima; como un tirano que, por atender a los detalles, pierde de vista las cosas importantes y se gana la indiferencia y la antipatía de muchos, cuando no el temor y el alejamiento de todos.
No hay nada malo en nuestra forma de ser
Pablo Busse Grawitz, creador de un famoso centro de recuperación de la salud en la provincia argentina de Córdoba, escribe: “Las personas tienen que dedicarle tiempo a cuidarse, a hacer ejercicio, a descansar, a cultivar el alma, a disfrutar una pequeña ración de comida sana. En definitiva, ordenarse estableciendo prioridades y cuidando de que no sean avasalladas. Que lo urgente no se termine llevando poco a poco nuestra vida. Hay que tratar de generar ese espacio diario que fortalezca el espíritu y nos ayude a salir con otra visión a la calle”.
Para mí, esa otra visión de la que habla Busse Grawitz solo es posible si uno consigue reconciliarse con uno mismo. Según el diccionario, reconciliación es el restablecimiento de una amistad, la recomposición de un vínculo dañado, o el acto concreto de volver a conciliar alguna relación perdida o desencontrada.
Así entendido, reconciliarse con otros o con uno mismo no puede ser un acto mecánico sino una decisión responsable, que solo tiene valor cuando se toma con absoluta conciencia de lo que significa. Más que perdonar, reconciliarse es reencontrar la armonía.
Un ejercicio para reconciliarte contigo mismo
Te propongo un ejercicio. Para llevarlo a cabo, busca, en tu agenda cotidiana, un momento que te permita apartarte de todas las cosas y dedicarle una hora en exclusiva de tu tiempo:
- Escríbete una carta. Coge un papel bonito y un lápiz (mejor lápiz que bolígrafo) y escribe una carta, una carta dirigida a ti mismo, a ti misma.
- Sé sincero contigo mismo. Esta carta es una carta de amor. Tómatelo en serio. Quisiera que te digas cuánto te quieres y por qué, que te cuentes con detalles tus mejores virtudes, que te perdones por escrito los errores cometidos, aceptando que no eres el emblema de la perfección y que eso quizá no sea del todo malo.
- Deséate lo mejor. Específicamente en eso que solo tú sabes que deseas o esperas. Sugiero que termines la carta con una frase del estilo de “cuenta conmigo siempre” o algo parecido.
- Fírmala y ponla en un sobre. Ahora, supera tus viejos juicios a tu persona respecto de lo ridículo de ciertas cosas, cierra el sobre y manda esa carta a tu casa. Olvídate de ella, para que te sorprenda cuando llegue.
- Guárdala bien. Guárdala como se guarda una carta de un amigo muy querido, como símbolo de tu reconciliación definitiva contigo mismo.