La vida de cada persona tiene una impredecible pero inevitable alternancia de altos y bajos. Momentos de esplendor que quisiéramos eternizar, imbricados con otros de dolor que tememos no superar nunca.

El bienestar idealizado no consiste en procurarse solamente momentos de gloria y realización sino en conocer esta alternancia y aprender a vivir en ella –no con ella sino en ella–.

Muchas veces hablamos de aprender a detectar y disfrutar con intensidad de cada uno de esos instantes maravillosos que la vida nos depara. Otras, no tantas, nos ocupamos de sacar a la luz el tema de saber sobrellevar los momentos difíciles.

Pautas para superar los fracasos

Hoy me gustaría caminar contigo por un sendero que nos lleve un poco más allá. Me gustaría poder señalar algunas pautas que nos ayuden a “amigarnos” con esos momentos de frustración o de fracaso.

No se trata de resignarse al destino de eternos Prometeos, condenados como el héroe mitológico a empujar cuesta arriba una enorme piedra sabiendo que la roca rodará desde la cima hasta el lugar desde donde comenzamos, para obligarnos a repetir el ciclo inútil del ascenso.

En la vida que conozco y que me gusta, aun cuando muchas veces la piedra rueda hacia abajo por efecto de una pendiente, siempre lo hace hacia delante y el punto del recomienzo siempre es mejor que el de partida. Puestos a pensar en la mitología, creo que la imagen de nuestra existencia que pretendo transmitir se parece más a la que emblematiza el mito del ave Fénix.

La leyenda del ave Fénix

El Fénix era un ave maravillosamente bella que vivía en el paraíso, junto con el primer hombre y la primera mujer, a los que seguía a todas partes. Cuando adán y Eva fueron expulsados, un ángel portador de una espada de fuego fue designado para cuidar las puertas del paraíso e impedir que la pareja pudiera volver al Edén.

Empujado por el amor y la lealtad, el ave Fénix intentó impedir que las puertas se cerraran definitivamente para sus amigos. Entonces, una chispa saltó de la espada del guardián y el hermoso plumaje del ave se encendió, terminando con su vida en una llamarada multicolor.

Quizá como un premio por haber sido la única bestia que se había negado a probar el fruto prohibido, o quizás porque era injusto que un acto de amor terminara en una muerte así, el caso es que todos los ángeles estuvieron de acuerdo en concederle al ave Fénix varios dones, como el de sanar las heridas de otros seres vivos con sus lágrimas y el de la vida eterna.

Su inmortalidad se manifestaba en su eterna capacidad de volver a la vida resurgiendo de entre sus cenizas

Según la leyenda, cuando le llegaba la hora de morir, el ave Fénix hacía un nido de especias y hierbas aromáticas y ponía en él un único huevo. Después de empollarlo durante algunos días, una noche, al caer el sol, el Fénix ardía espontáneamente, quemándose por completo y reduciéndose a cenizas.

Gracias al calor de las llamas, se terminaba de empollar el huevo y, al amanecer, el cascarón se rompía, resurgiendo de entre los restos aún humeantes el ave Fénix. No era otra ave, era el mismo Fénix, siempre único y eterno, aunque siempre más joven y fuerte que antes de morir. Siempre más sabio porque tenía, además, la virtud de recordar todo lo aprendido en su vida anterior.

El mito del ave Fénix existe en casi todas las culturas ancestrales; y no solamente en las más antiguas tradiciones sagradas de oriente –egipcios, hebreos, sumerios y chinos– sino también en los mitos y leyendas del Nuevo Mundo –mayas, aztecas, incas y mapuches– tienen equivalentes similares.

Volverlo a intentar

En casi todas las latitudes es un animal de buen augurio, garantizando la vida y el eterno crecimiento de la raza. En China, es una parte muy importante de la cultura tradicional. Allí se describe clásicamente como un enorme pájaro con cabeza de serpiente, cuerpo de tortuga, alas de dragón, pico de águila y cola de pez, representando para algunos los cinco dones más virtuosos: justicia, fiabilidad, coraje, compasión y humildad.

Los que amamos los cuentos sabemos que, cuando una historia está tan presente a lo largo y a lo ancho de la geografía y de la historia, no puede significar más que una necesidad universal y compartida, una enseñanza o un aprendizaje que debe pasarse de generación en generación:

Aprender de los fracasos, volver a intentar lo que no se consiguió, enriquecido por la experiencia, y crecer en la adversidad

Un mensaje de los ancestros que hoy definiríamos como un elogio a la resiliencia y que, para los estrategas de la guerra, se resume en aquella conocida frase que anuncia que perder en la más cruel de las batallas, pero no morir en ella, solo consigue hacernos más fuertes.

Desde los trabajos de Carl Jung sobre los símbolos, el mundo de lo psicológico no puede ignorar el peso y la importancia de las imágenes que acompañan la humanidad desde el principio de los tiempos. También allí aparece la idea de la resurrección.

Así, el concepto mítico de la muerte nunca representa el final fatídico sino todo lo contrario. Es la expresión del cambio máximo, de la cancelación de lo viejo que da lugar a lo nuevo. Es el emblema del aspecto más positivo del desapego en su más acabada expresión.

Dicen los tarotistas que el arcano de la muerte aparece en una tirada anunciando siempre una transformación que forzosamente –y no sin angustia– acarreará la disolución de viejos conflictos y la superación de antiguos problemas, anticipando el final de lo anterior y el nacimiento de algo nuevo y posiblemente mejor.

Una etapa difícil y de pérdidas, llena de dolores y de miedos, pero capaz de liberarnos de arcaicas ataduras. Una puerta abierta que nos empuja a decir adiós a lo que ya no nos sirve.

La historia de mis obras

Me gustaría compartir en estas páginas una pequeña historia personal. Sucedió hace unos dos años. Yo había decidido tomar coraje y hacer una pequeña reforma en mi casita de Nerja. Mis planes no eran ostentosos, pero enseguida me di cuenta de que implicaban derrumbar dos tabiques y levantar un tercero para así ampliar el baño y la cocina, a costa de sacrificar el segundo dormitorio.

La obra comenzó un lunes y mi adorado cubil se transformó, poco a poco, en un lugar transitoriamente inhabitable. El jueves, uno de los obreros, conocido mío desde hacía tiempo, se golpeó accidentalmente un dedo con la maza.

No sucedió nada grave, pero de todas maneras le recomendé que parara su trabajo y se pusiera un poco de hielo en la zona para evitar la hinchazón. Después de improvisarle una bolsa con hielo y sostenerle el brazo en cabestrillo, le serví un café y lo obligué a sentarse.

Mientras él lo tomaba, miré de reojo la maza, abandonada junto al muro.

—¿Puedo? —le pregunté al jefe de obra.
—Si tienes cuidado... —me dijo, adivinando cuál era mi intención.

Pegué un golpe con la maza en la pared... Y después otro. Y otro más...

Un pedazo de pared cayó a mis pies.

Me di cuenta de que una misteriosa sensación placentera me invadía.

Una hora más tarde, escombros era todo lo que quedaba del tabique.

Yo me miraba la ampolla que muchas semanas después me seguiría doliendo, asomando roja en el dedo pulgar, y pensaba en la metáfora del ave Fénix.

Dejar, abandonar, morir, soltar algo que alguna vez fue bueno, útil o disfrutable como única manera de darle paso a algo mejor.

Hoy, sentado en la modernizada y confortable cocina, miro por la luminosa ventana, desde donde ahora puedo ver el mar, y me doy cuenta de algunas otras cosas a las que viví inútilmente aferrado tanto tiempo...

Y de algunas otras con las que todavía hoy cargo, como si no terminara de comprender que el camino es cada vez mejor si abandonamos la carga de lo que ya no es, si conquistamos la certeza de que somos capaces de resurgir de entre las cenizas de lo que fuimos: como mi casita, hoy más hermosa que nunca, nacida de entre los escombros de lo que fue.