Siempre que nos sentimos decepcionados –por un resultado determinado, por nuestro comportamiento o el de otra persona...– es porque previamente nos habíamos creado ciertas expectativas alejadas de la realidad. Dejadme que os ponga un ejemplo con mi propia historia.
Cuando cumplí cinco o seis años, mi padre me regaló un libro. Era mi primer libro, un libro de verdad, lleno de texto. No era un cómic ni un álbum ilustrado. Acababa de aprender a leer y recuerdo perfectamente cuál fue mi reacción: ¡una enorme decepción! ¿Por qué un libro? Como si yo fuese un adulto… ¡Yo no quería un libro! ¡Quería un juguete!
No me atreví a decirle nada por no herir sus sentimientos, pero supongo que la decepción se leía en mi cara. Todavía recuerdo el título del libro: Oui-Oui et la voiture jaune, de Bibliothèque Rose (Oui-Oui es un personaje creado por la escritora de literatura infantil Enid Blyton).
Lo leí a disgusto. Pero, ¡oh milagro! Me gustó mucho y desde entonces ya no dejé de leer. La lectura se ha convertido en una de las actividades a las que dedico más tiempo y que más placeres me aporta. Y escribir libros es hoy mi segunda profesión, junto a la de médico.
¿Por qué nos decepcionamos?
Mi decepción, aun siendo real, era engañosa; dolorosa en un primer momento, dio paso a una pasión que todavía me dura hoy, muchos años después.
La decepción es ese movimiento de sorpresa y tristeza que nos golpea cuando no obtenemos aquello que esperábamos y que confiábamos que sucedería.
Nos pueden decepcionar algunas situaciones: una fiesta menos alegre de lo previsto, la derrota de nuestro equipo de fútbol, un tiempo lluvioso, el resultado de las elecciones…
También nos puede decepcionar alguien: un amigo que traiciona nuestra confianza, un hijo que no rinde en la escuela, un cónyuge que no se muestra receptivo durante una velada íntima porque está demasiado preocupado por el trabajo…
La decepción solo sobreviene cuando, previamente, hemos esperado o amado, cuando hemos pasado por una espera positiva. Es como una caída, un retorno doloroso a una realidad muy alejada de nuestras expectativas.
Lo que no queremos o no nos importa, no nos decepciona. De modo que nuestros enemigos nunca nos decepcionan, porque no esperamos nada de ellos.
Así, para evitar la decepción, podemos intentar no esperar nada. Pero ese desapego supremo no nos parece muy gozoso ni atractivo.
Preferimos vivir con esperanzas a las que en ocasiones siguen decepciones, en vez de neutralizar todas nuestras ilusiones con el fin de no experimentar ningún tipo de decepción. Y tenemos razón, pues existe otra forma de vivir con ella.
Cómo vivir la desilusión
Muchos de los pacientes que acuden a mi consulta sufren decepción. ¿Pero su problema es la decepción? ¿O más bien una forma inadecuada de vivirla?
Realmente existen decepciones enfermizas: son aquellas que rumiamos continuamente, que nos empujan a retirarnos del mundo y a tomar distancia, que siguen este razonamiento: “Me han decepcionado ya demasiadas veces; cada vez que he dado mi confianza, en la amistad, en el amor, cada vez que he esperado… Así que he decidido no comprometerme más y no esperar nada”.
Como terapeuta opino que esta actitud engendra a las personas más desgraciadas del mundo. No podemos vivir sin expectativas ni esperanzas, y esto es así porque estas nos hacen tan felices como la consecución de nuestros objetivos y, a veces, incluso más.
Recuerdo una frase muy conocida que dice: “El mejor momento en el amor es cuando subimos la escalera”. Y esto es así porque la mitad de nuestra felicidad está en la espera y la otra mitad, en el instante presente. De modo que, en lugar de rehuir el sentimiento de decepción, hagamos de él un mejor uso.
El camino de la aceptación
La decepción es una doble pena: nos decepciona la situación –una lluvia que no cesa y nos irrita– y también nuestra actitud –gruñir contra la lluvia es inútil, pero aun así gruñimos–.
Sin embargo, es bien sabido que hay que aceptar la vida como es. Decía Marco Aurelio, el emperador filósofo: “¿Está amargo ese pepino? Tíralo. ¿Hay zarzas en el camino? Evítalas. Con eso basta. No añadas: ‘¿Por qué existe esto en el mundo?’”.
Y como nos recuerda otro filósofo, André Comte-Sponville:
“La decepción forma parte de nuestra humanidad. Por lo que debemos aceptarla también y dejar de esperar que nunca más nos sintamos decepcionados”.
Así, la decepción nos conduce a reflexionar sobre la aceptación, ese elixir para vivir en lo real y no en una sucesión de ilusiones y desilusiones. Aceptar no es resignarse ni someterse, no es renunciar a esperar o a actuar.
Aceptar es tomar nota de lo que ya está ahí: acoger el mundo tal como es, en vez de exhortarlo a que sea como debería ser. Es aceptar también la decepción, reconocer tranquilamente que esperábamos algo distinto.
Decirnos sin más: “Bueno, las cosas son así”, y dejar de lamentarnos para volvernos luego hacia la realidad y ver qué es lo que podemos hacer: la decepción desemboca así, suave y progresivamente, en la acción.
Podemos sentir decepción por nosotros mismos: todas las ocasiones en que no hemos estado a la altura de lo que preveíamos, que no hemos obtenido los resultados que esperábamos.
Una vez más, la solución no se encuentra en la renuncia (“Ya nunca intentaré nada”) ni en la autodesvalorización (“Soy inútil”), sino en la aceptación: mientras esté vivo, me propondré vivir. En todo lo que me proponga, unas veces lo conseguiré y otras fracasaré. Mi vida será una sucesión de regocijos y decepciones. Y está bien que sea de este modo.
La vida está hecha así: la decepción tiene su lugar. Fue el escritor Paul Valéry quien señaló en sus Mauvaises pensées et autres (1942): “Soy decepcionante: bonito lema de alguno… ¿quizá de algún dios?”.
¿El mundo y sus habitantes son a veces decepcionantes? Quizá lo sean para ayudarnos a apreciar mejor todo aquello que no lo es.