La mente nos juega algunas malas pasadas. Es lo que los psicólogos llaman “sesgos cognitivos” o “ilusiones cognitivas”, y es por lo que, a Daniel Kahneman, psicólogo, se le concedió en 2002 el Premio Nobel de Economía. En sus investigaciones, el experto descubrió cómo opera nuestro cerebro a la hora de tomar decisiones económicas, algo que podemos extrapolar a prácticamente cualquier área de nuestra vida.

Kahneman, fallecido en 2024, descubrió que nuestra mente opera en dos frecuencias. Como si tuviéramos dos cerebros, en lugar de uno. El primero es rápido e intuitivo, y es el que tomar prácticamente todas las decisiones de las que se compone nuestra rutina, desde qué comemos hasta con qué pie pisamos primero. El segundo, lento y racional, es el que se activa cuando algo va mal. El problema es que esta forma tan particular que tiene nuestra mente a veces hace que ignoremos ciertos peligros. Otras, en cambio, hace que las cosas parezcan más graves de lo que realmente son.

No es tan malo como imaginas

En términos más sencillos, el descubrimiento de Kahneman viene a decirnos que, en contra de lo que podríamos imaginar, lo habitual no es pensar antes de actuar. De hecho, por lo general hacemos las cosas, y luego razonamos excusas para nuestro comportamiento. Este, sin embargo, es casi por completo instintivo. Esto no quiere decir que estemos equivocándonos constantemente, de hecho, Kahneman asegura que en entornos controlados y en los que estamos sobrados de experiencia, el pensamiento intuitivo funciona muy bien. Nos aligera trabajo. En cambio, cuando nos enfrentamos a situaciones nuevas, este pensamiento intuitivo tiende a fallar.

Aquí puede estar una de las razones claves por lo que solemos imaginar que las cosas son peores de lo que son en realidad. Aquello que no conocemos nos asusta, porque nos obliga a activar un sistema de pensamiento que solemos mantener apagado, ese más racional y pausado. El problema es que no siempre nos tomamos el tiempo de escucharlo, por lo que acabamos reaccionando a trompicones a aquello que nos asusta, enredándonos, en un sentido metafórica, en nuestra propia telaraña.

Este pensamiento oscuro es, además, una de las tendencias naturales del pensamiento humano. Es lo que conocemos comosesgo de negatividad”, una parte instintiva y natural que tiende a ponerse en lo peor para protegernos de los peligros externos. Algo muy útil cuando una manada de lobos podía asaltarnos en medio de la noche, pero que carece de mayor utilidad en el siglo XXI. En realidad, nos dice Kahneman, “nada es tan grave como parece cuando lo piensas”. Darnos cuenta de esto es clave.

 

Una trampa bien diseñada

Corregir esta forma de pensar puede ser, al mismo tiempo, tan complicado y sencillo como darnos cuenta de que erramos. Y es que, como explica el propio Kahneman, “nos cuesta admitir errores porque eso significa renunciar a la seguridad que esos supuestos simplificadores nos proporcionan”. Y sí, eso también aplica a los pensamientos negativos.

A nivel instintivo, para nuestro cerebro es más “económico” no encender ese segundo cerebro lento, que además de pensar más, gasta más energía. Mientras el cerebro instintivo se las apañe, no hace inversiones arriesgadas.

Pero, además, nuestra mente cae en una peligrosa trampa. La trampa de la comodidad cognitiva. Igual que la mosca que se acerca a una venus atrapamoscas, nuestro cerebro ignora los peligros para acercarse al dulce néctar de la ilusión. Pensamos que estamos bien como estamos, no necesitamos cambiar, y así ese sistema lento de pensamiento no tiene por qué activarse.

Y sí, los pensamientos negativos nos drenan, nos hacen infelices, pero asumimos que son “lo normal”. Ni siquiera caemos en que, la mayoría de las veces, estos pensamientos catastrofistas nos perjudican, y mucho menos percibimos que son evitables. Los asumimos como parte de nuestra comodidad cognitiva, y cometemos el error de no cuestionarlos.

Salir del error

El diseño de nuestra mente sea fruto del azar, la evolución o el destino, hace que caigamos en estas trampas del pensamiento negativo. El mundo nos parece oscuro y peligroso, y pensar eso nos resulta más cómodo que desafiar la mayor y reflexionar de forma pausada. ¿Cuál es la solución para escapar de la trampa? Parar.

La psicología ha demostrado que lo más eficaz para frenar el incesante flujo de pensamientos negativos es, sencillamente, salir de lo mental y pasar a lo físico. Hacer un ejercicio de respiración, por ejemplo, puede ayudar a frenar el flujo de pensamiento, conectándonos con ese segundo cerebro más lento y reflexivo. Otro truco es activar los sentidos, mencionando cinco cosas que veas, cuatro que puedas tocar, tres que puedas escuchar, dos que puedas oler y una que puedas saborear.

Este tipo de trucos funcionan porque desaceleran el pensamiento, y al hacerlo, permiten que el sistema lento se active. Desde este lugar, más pausado y racional, podemos volver a analizar todo lo que tenemos sobre la mesa. La conclusión, en la aplastante mayoría de las veces, es que las cosas no eran en realidad tan espeluznantes como parecían. En otros, este ejercicio puede revelarnos que una euforia temprana escondía un peligro inminente. Y en muchas otras ocasiones, descubrimos que estábamos a punto de cometer un error por no parar, por confiar en ese primer cerebro instintivo.

En cualquier caso, esta es una de las razones principales por las que prácticas como la meditación o el mindfulness, que pueden practicarse a diario, pueden resultar tan beneficiosas para nuestra mente y para nuestra vida. Parar, aunque sea de vez en cuando, es esencial para no caer en esas trampas oscuras que nos pone nuestro cerebro. 

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