Como dice una vieja canción, todo es más fácil con un sonrisa. Y la amabilidad también es eso: sonreír puede ser el mayor regalo que podemos hacer a los que nos rodean.
A menudo ser amable empieza por no descargar nuestros problemas sobre los demás, no juzgarles, no exigirles. Para disfrutar del "buen tiempo del corazón" hay que poner en práctica la amabilidad sin restricciones.
Las oportunidades de ejercerla la amabilidad son casi infinitas. En cada momento y con cada persona tenemos una ocasión para aportar cariño y comprensión, las ondas positivas de un corazón sabio.
Sin embargo, a todo el mundo le ha sucedido alguna vez que una persona intenta hacer algo por los demás yse interpreta que busca sacar algún beneficiopor ello o que tras sus acciones hay otras intenciones.
Entonces, ¿cómo es realmente una persona amable? La persona genuinamente amable no espera nada a cambio, ni se ofende por no haber obtenido reconocimiento o un trato equivalente. La amabilidad no es un comercio del tipo "yo te doy esto, tú me das aquello". La transacción emocional termina en uno mismo, porque tiene en el bien ajeno su propia recompensa. Analicemos cómo son la personas realmente amables.
En este vídeo descubrirás una asana para ser amable con uno mismo:
¿Es una persona amable o es falsedad?
Sin duda, muchas personas utilizan la cortesía, una amabilidad postiza, como automatismo o bien para obtener favores. Y en ocasiones esos personajes podemos ser nosotros mismos.
Hay una prueba muy sencilla para salir de dudas: sólo tenemos que observar cómo trata esa persona a los demás: a su familia, a sus compañeros de trabajo, también a personas anónimas como el taquillero del metro o el estudiante que solicita hacer una encuesta.
Si se comporta con todos amablemente por igual es señal de que estamos ante una persona naturalmente bondadosa. Si se dan, en cambio, grandes diferencias, existen razones para dudar.
La verdadera amabilidad no conoce privilegios (amar a unos y despreciar a otros), del mismo modo que no nos fiaríamos de un tendero que acaba de engañar con el peso a la persona que nos precede. Más que actos bondadosos hay personas bondadosas.
Sin embargo, la amabilidad es una cualidad que toda persona posee en diferente medida. Puede cultivarse por ello, tanto en uno mismo como en los demás. Al ser delicados con quienes no lo son con nosotros ya estamos optando por la amabilidad y además educando inconscientemente a través del ejemplo. Como decía Platón: "Sé amable, pues cada persona a la que encuentres está librando una dura batalla".
Puesto que vivimos en sociedad y dependemos los unos de los otros, la amabilidad es un medio para facilitar nuestro camino y crecer con el apoyo de los demás. Es una fuente de energía interior inagotable e independiente de las circunstancias que se vivan, aunque sin duda ayuda a ponerlas de nuestro lado.
No hay que esperar a topar con un enfermo solitario para movilizar este recurso tan precioso. Podemos ayudar a los demás (y a nosotros mismos) también en pequeñas dosis cotidianas.
Cuando el Dalai Lama dice "mi religión es la amabilidad" no se refiere a un dogma o creencia, sino a un principio desde el que dirigir nuestra vida. Tal vez la auténtica espiritualidad sea esencialmente esa disposición atenta y comprensiva que es el alimento de la felicidad.
Claves para ser una persona amable
Saber interactuar de manera positiva y relajada con el entorno permite evitar las agotadoras fricciones con las personas que nos rodean.
- Primero recapacita. Por muy grande que sea el enfado, antes de decirle a alguien lo que piensas, concédete 24 horas para sopesar la cuestión. Puedes escribir lo que te ha dolido en un papel y leerlo al día siguiente para saber si tiene la importancia que le habías concedido.
- Evita los pronósticos. Muchos de los roces que surgen en el día a día se deben a que prevemos que alguien actuará de determinada manera: por ejemplo, llamándonos de inmediato si le hemos hecho un favor, y si eso no se cumple el enfado surge fácilmente.
- Aprende a adaptarte. La flexibilidad y la empatía son dos garantías de unas relaciones óptimas con los demás y son fáciles de cultivar. Como dice un proverbio indio: "es más fácil calzarse unas zapatillas que alfombrar el mundo entero". La empatía (saber ponerse en el lugar de los demás) es la semilla de toda amabilidad.
- Saber ponerse en la piel del otro. No se trata de dar la razón a los otros ni de justificar sus conductas, sino de comprender por qué actuan como lo hacen. A menudo nos enfadamos con los demás porque analizamos sus actos a través de nuestra propia situacion. Con ello olvidamos que "ellos" viven en un mundo diferente.
- Daniel Goleman asegura en su clásico Inteligencia emocional que la empatía es una de las claves del éxito en el ámbito laboral. Las personas capaces de comprender las emociones ajenas (se trate de jefes, compañeros de trabajo o vendedores), logran una visión inmediata de la situación, hallan soluciones y generan confianza.
- Huye de los juicios. Al enjuiciar a una persona, nos sentimos tentados a emitir un veredicto y fijar el castigo. Este último se suele cobrar en forma de enfado, con lo que al final sale tan perjudicado el juez como el acusado. Es preferible cambiar el verbo "juzgar" por el de "comprender".
- Olvida las ofensas. No cargues con las decepciones y heridas que hayas recibido de los demás, ya que te impedirán vivir el presente con espontaneidad. Haz borrón y cuenta nueva: acostúmbrate a valorar cada persona en su momento y lugar.
- Reduce el estrés. Detrás de muchas actitudes violentas hay unos hábitos que ponen los nervios a flor de piel. Empieza siendo amable con tu propio cuerpo: modera los excitantes como el café, el alcohol o la nicotina, y dedica un tiempo cada día a relajar el cuerpo y serenar la mente.
- Frena el conflicto. La mejor manera de evitar una polémica larga y tediosa es no iniciarla, aunque haya que dar la razón temporalmente a quien no la tenga. Si la otra persona está fuera de sus casillas, limítate a escuchar y aplaza tu respuesta para no agravar la situación. Intenta no actuar tú de ese modo.
La historia del maestro sueco
Hace unos cuantos años conocí a un hombre singular. Era un anciano sueco de casi ochenta años, con la salud bastante delicada, que estaba trabajando en un campo de refugiados bosnios. Yo estaba allí de paso, y me sorprendió que alguien tan mayor hubiera cruzado Europa para ofrecerse como voluntario.
Por un problema de papeles tuve que permanecer en el campo de refugiados más de lo previsto, así que me dediqué a observar el día a día de aquel hombre. Mientras el resto de cooperantes eran jóvenes y enérgicos, el anciano prestaba su ayuda en cuentagotas.
Lo habían destinado a un improvisado parvulario que ocupaba lo que había sido una discoteca. Había días que no lograba levantarse o sólo acudía un par de horas.
Como tenía el corazón delicado, a veces, tras estar media mañana con los niños, se retiraba discretamente a su habitación. Luego volvía a aparecer durante un rato para echar una mano.
Intrigado, una noche me acerqué a él para saber quién era. Entonces me contó su historia.
ra maestro de escuela y su mujer había muerto poco después de su jubilación. Durante más de un año padeció una fuerte depresión y barajó incluso la idea ele suicidarse. ¿ Qué sentido tenía vivir solo en una fría ciudad de Suecia, sin nada que hacer y todos los achaques del mundo?
Mientras le pasaba todo esto por la cabeza, una mañana tuvo que ir al hospital para hacerse la revisión anual. Por cosas del azar, al tomar el ascensor se equivocó de planta y fue a parar a una sección donde había muchos enfermos terminales.
Al principio no se dio cuenta y se paseó por el pasillo buscando la consulta de su médico. Entró por error (uno más) en una habitación y vio a un hombre de mediana edad, solo y desahuciado, que lloraba desconsoladamente.
Compungido ante aquella escena, se sentó a su lado sin saber qué hacer. Al enfermo no pareció importarle su presencia.
Entonces, casi sin saber por qué lo hacía, el viejo maestro empezó a cantarle una vieja canción sobre la primavera y lo guapas que se ponen las chicas. Siempre le habían dicho que tenía una bonita voz.
El enfermo dejó de llorar y aguzó el oído, muy sorprendido de oír aquello. Conocía la canción, así que empezó a acompañarle. Al final de la tonada quizá por lo insólito de la situación (dos extraños cantando en un hospital), el enfermo estalló en una carcajada que contagió al viejo maestro.
Aquel enfermo le salvó la vida.
"A veces tratas de ayudar", me dijo el anciano sueco, "por ejemplo dando consejos a otros, y sólo logras crear confusión. Es decir, restas en lugar de sumar. Pero aquel enfermo solo y desesperado me estaba brindado una oportunidad, Entendí de inmediato que, por insignificante que yo fuera, cualquier atención mía significaría sumar."
Dicho esto, el anciano me explicó que a partir de aquel día dedicaba las tardes, cuando la luz se apaga y se enciende la tristeza, a visitar a los enfermos del hospital que estaban solos. Cantaba para ellos y también escuchaba sus historias.
De repente su vida se llenó de sentido y no volvió a pensar en el suicidio. ¿Quién había ayudado a quién? Aquel hombre había descubierto el poder de la amabilidad.
Conecta con la verdadera amabilidad
Como demuestra la experiencia del viejo maestro en el hospital, la verdadera amabilidad trasciende la buena educación y las convenciones sociales. Es la oportunidad de dar algo de nosotros mismos que a veces incluso desconocíamos.
Nuestro valor se mide por el bien que somos capaces de hacer. Cuando le preguntaron a Stephen R. Covey cómo había logrado vender 15 millones de libros Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva respondió: "Siendo útil".
Para Vicente Ferrer, creador de una importante fundación en la India, la acción es lo único que espera el mundo de nosotros. Sin ella, cualquier debate sobre la ética, el hambre o la paz es tierra yerma.
Si ves a alguien por la calle que se cae, instintivamente le ayudas. Esa es la esencia de la bondad, el resto es un mero envoltorio. La amabilidad es una llave que abre cualquier puerta, siempre que supere la cortesía para convertirse en un acto de amor sincero que reconforta tanto a quien lo recibe como a quien lo da.
Para ello es fundamental nuestra manera de ver el mundo y a los demás. Como recuerda el budismo, al observar la realidad la teñimos de nosotros mismos.
Por lo tanto, si la miramos con odio, esa será nuestra retribución. En cambio, si la miramos con amabilidad, nosotros seremos los primeros beneficiados.