Hay personas que se enorgullecen de ser siempre "muy" sinceras.
Que te dicen de todo sin tú preguntarles.
Que no se pueden "callar" nada.
Son personas que creen que la sinceridad es una virtud.
Y lo es.
Pero la sinceridad no pedida.
La sinceridad sin empatía.
Es pura crueldad.
Es puro egoísmo y soberbia.
Es intentar imponer a alguien una visión del mundo que tal vez no necesita.
Que tal vez no quiere.
O que le puede hacer mucho daño.
Si tú antes de enarbolar la sinceridad.
No te pones en el lugar de la otra persona.
No eres capaz de pensar en el efecto de tus palabras sobre los demás.
Tal vez es que no te importa el otro.
Tal vez es que te da exactamente igual lo que la otra persona pueda sentir.
Y lo único que quieres tú es "quedar" bien.
Es poder decir que yo siempre soy sincero.
Que yo siempre soy sincera.
Poniéndote así un pin.
Recogiendo una medalla.
Usando otra existencia para sacar brillo a la tuya.
No podemos utilizar la sinceridad sin tacto.
Sin cuidado.
No podemos utilizar a otras personas para considerarnos nosotras mejores personas.
No podemos porque no es justo.
Antes de hacer gala de nuestra sinceridad.
Deberíamos trabajar nuestra inteligencia emocional.
Deberías recordar lo común, lo colectivo, la humanidad.
Deberíamos valorar cuándo es necesario y cuándo no.
Cuándo somos necesarios y cuándo no.
Cuándo es mejor que no demos nuestra opinión.
Porque sí.
A veces lo mejor que puedes hacer por otra persona.
Es escucharla en silencio.
Es no machacarla.
Es no decirle: te lo dije.
Es no hacer leña del árbol caído y no echarla al fuego.
A veces callar también es querer.
Acompañar sin avivar el drama.
Sin ahondar en la herida.
Estar.
Sin necesidad de recordar constantemente que sigues estando con tu sinceridad.