Los bosques son lugares muy especiales donde podemos revitalizar el cuerpo y calmar la mente. Acercarnos a las plantas y especialmente a los árboles evoca otro tiempo distinto al que vivimos en nuestras ciudades.
Su presencia nos habla sin palabras de fuerza, verticalidad, sosiego. Admiramos su tronco y las ramas que expanden las hojas en busca de los rayos del sol. Pero a menudo olvidamos la importancia de las raíces que nutren y sostienen a ese árbol que admiramos. Y eso es así porque no son visibles o aparentes, permanecen en la oscuridad.
Nosotros no tenemos raíces propiamente dichas, aunque nos mantengamos erguidos sobre las «plantas» de los pies. Sin embargo, cabe preguntarse qué vínculos profundos nos mantienen unidos a la vida, al espíritu y a nuestros semejantes.
¿Cuáles son esas «raíces» que nos sostienen y permiten nuestro desarrollo?
La familia une, por así decirlo, el orden natural con el propiamente humano, transmitiendo determinados valores que de otro modo se perderían. Y ese entorno familiar forma parte a su vez de una colectividad social.
La palabra raíz significa origen, fundamento, esencia. Por eso conviene en ocasiones, y especialmente en esta época de crisis de valores, volver a las raíces: ser «radicales» en el buen sentido y «no perdernos en las ramas».
¿Cómo encontrar tus raíces?
En medio de la actual crisis, hemos redescubierto la importancia de la familia como ámbito de afectos sinceros y posible protección.
Nacemos en el seno de una familia donde, habitualmente, hasta tres generaciones pueden coexistir, representando las tres dimensiones del tiempo: pasado, presente y futuro.
Si por un momento imaginamos lo que somos –el último eslabón de una cadena que se pierde en la noche de los tiempos–, produce un íntimo estremecimiento ser conscientes por un momento de todos aquellos que durante siglos nos han precedido y cuya sangre sigue siendo impulsada por nuestro corazón.
Por ese motivo, el culto a los antepasados ha formado parte de muchas culturas. Es bueno sentir respeto y agradecimiento hacia ellos, aunque no los conozcamos.
La tradición como legado
La palabra tradición proviene del latín tradere, que significa dar o transmitir un legado. Abarca diferentes niveles: los rasgos étnicos y culturales de cada pueblo, sus costumbres y, sobre todo, su forma de espiritualidad. Se transmite de una generación a otra una sabiduría, una manera de solventar obstáculos y armonizarnos con el mundo. Desde saber hacer nudos marineros o tocar la guitarra, hasta construir catedrales.
Tan necio sería mantener una costumbre obsoleta solo porque viene del pasado, como pensar que todo lo anterior es simplemente anticuado.
Resulta pueril creer que en la historia de la humanidad no ha habido verdadera inteligencia y sensibilidad hasta que han llegado los ordenadores. Los avances tecnológicos no tienen necesariamente una bondad intrínseca.Lo que hacen es amplificar, para bien o para mal, nuestras virtudes y defectos.
Así como la pérdida de la biodiversidad natural (las especies vegetales y animales) nos empobrece, también la presente uniformización cultural nos empequeñece como humanos. Por el contrario, preservar y apreciar las tradiciones del mundo es una labor enriquecedora.
Conversando en cierta ocasión con un viejo tuareg sobre la importancia y la dificultad de mantener su identidad como pueblo en el cambiante mundo de hoy, me recordó uno de sus proverbios: «las plantas que no tienen buenas raíces, se las lleva el viento…».
Ejercicio para conectar con los antepasados
El ombligo es la marca que nos recuerda que en el inicio dependíamos de nuestra madre a través del cordón umbilical que se corta al nacer. Si por un momento imaginamos esa conexión entre las madres de cada generación (desde la hija a la madre, abuela, bisabuela... como muñecas rusas una dentro de la otra), comprendemos que el cordón umbilical se extiende hasta los ancestros más lejanos.
No por casualidad esa zona del abdomen está especialmente vascularizada e inervada (plexo sacro). Según la medicina oriental, dos dedos por debajo del ombligo se halla un importante centro energético: para los japoneses el Hara, para los chinos el Tan Dien inferior; o el segundo chakra (swadisthana) para los hindúes, quienes lo vinculan con el elemento agua, las emociones, la sexualidad y la procreación.
En el centro de nuestro cuerpo convergen diversas estructuras físicas y sutiles que pueden ser fuente de meditación.
Esta zona representa el centro de gravedad del cuerpo y tiene relación con la confianza en uno mismo. Si el Hara está fuerte, la persona no tiene miedos y se muestra creativa y psicológicamente centrada. Si hay un bloqueo, predominan las emociones como el miedo y la inseguridad.
Si queremos honrar a nuestros antepasados y conectar con toda esa energía, el siguiente ejercicio puede ser útil.
- Elegimos un momento y lugar tranquilos –podemos encender una vela–.
- Cómodamente sentados, ponemos la mano izquierda a la altura del corazón y la derecha sobre el ombligo.
- Con los ojos cerrados y respirando tranquilamente, sentimos la presencia de los antepasados (en sentido general, sin buscar un diálogo personalizado).
- Permanecemos así unos minutos, sintiendo paz, amor y agradecimiento.
Qué podemos aprender de la rizosfera
En la naturaleza, la rizosfera es el espacio ocupado por las raíces, los seres vivos asociados y la tierra que las acoge. Se dan allí muchos fenómenos, tanto químicos como seguramente de índole más sutil y podemos aprender lecciones de ello:
- Raíces profundas. Cuando una semilla encuentra en la tierra suficiente humedad, lo primero que hace es formar unas raicillas y después un incipiente tallo que emerge hacia arriba, en dirección opuesta, buscando la luz. Hay árboles, como el roble, cuyas raíces son tan profundas que su extensión equivale a la de la copa.
- Tenacidad. Es admirable la tenacidad de las raíces para abrirse paso; no solo mecánicamente. Tienen, por ejemplo, la capacidad de segregar ácidos orgánicos que permiten disolver el calcio de las rocas y otros minerales a fin de poder absorberlos.