En muchas culturas, llamar a un hijo con el mismo nombre de uno de los padres es una tradición que ha perdurado a lo largo de los años. España es claro ejemplo de ello. Para algunos, es un acto que está cargado de simbolismo. Es un homenaje a la figura paterna o materna, un legado familiar que trasciende generaciones.

Pero, más allá de la tradición, esta elección conlleva una serie de implicaciones psicológicas que suelen pasar desapercibidas. Y lo que en principio pudiera parecer una decisión inocente, podría esconder significados más profundos y efectos en el desarrollo emocional del niño. Esto es lo que la psicología nos dice al respecto.

Identidad y proyecciones familiares

Desde el momento en el que un niño recibe su nombre, este adquiere una serie de significados que van mucho más allá de la lingüística. En psicología, se considera que el nombre propio juega un papel crucial en la formación de la identidad. No es solo un medio para identificar a una persona, sino que de alguna forma se convierte en un “sello” emocional que nos conecta a nuestra familia, cultura e incluso con las expectativas que los demás tienen sobre nosotros.

Al ponerle a un niño el mismo nombre que su padre, de cierta forma estamos ante una transmisión simbólica y emocional que trasciende los límites del homenaje. En ocasiones, este acto puede señalar una proyección parental. Como si aquellos deseos no expresados y esas aspiraciones incumplidas se depositaran, por medio del nombre, en el niño.

Así lo asegura la psicóloga Mayte Helguera, que afirma que “cuando los padres eligen su propio nombre para el niño, pueden estar proyectando sus deseos y aspiraciones en él”, como si buscasen crear una versión mejorada de sí mismos. Como si su hijo fuese una oportunidad de corregir lo que ellos perciben como errores o carencias de la vida propia.

Esta expectativa implícita, por supuesto, puede resultar una carga demasiado pesada para un niño.

El riesgo de perder la individualidad

El proceso de formación de la identidad es complejo y multifacético, pero lo que la psicología demuestra es que el nombre propio es uno de sus elementos claves. Por tanto, compartirlo con otro miembro de la familia puede interferir construcción del “yo”, en especial cuando aquel nombre toma la forma de una versión abreviada, minimizada del mismo. Carlitos, Juanito, Teresita, Carmencita y todas esas otras opciones que seguro que resuenan entre los miembros de tu familia.

El psicólogo Juan Eduardo Tesone, autor de En las huellas del nombre propio, explica que el nombre no es solo una etiqueta, sino una forma simbólica de ser reconocido, de existir en el mundo. Por eso, al llevar el mismo nombre que sus progenitores, el niño corre el riesgo de perder esa distinción entre lo que él es y lo que sus padres o familiares representan. Esta falta de diferenciación puede dar lugar a confusiones en la identidad que harán que el niño, inconscientemente, se vea obligado a cumplir con las expectativas que el nombre que ha heredado lleva implícitas.

Esto, por supuesto, puede tener efectos negativos sobre su autoestima, su capacidad de definir quién es, llevándolo a desarrollar un sentimiento de insuficiencia o frustración por no poder cumplir dichas expectativas. Los psicólogos afirman, de hecho, que esta tradición podría tener efectos negativos sobre la propia relación entre padres e hijos.

El poder del nombre propio

Frente a la tradición del nombre familiar, que sin duda sigue teniendo un fuerte valor cultural, está la idea del nombre diferente, del nombre propio por excelencia. La psicóloga Helguera afirma que “un nombre diferente y creativo permitirá al niño desarrollar su propia identidad sin sentirse atado a un rol previamente definido”.

Es por eso, que la experta recomienda optar por nombres originales, evitando aquellos que remitan a las figuras familiares y sus expectativas. A la hora de tomar la decisión, debemos pensar también en el impacto del nombre a largo plazo, dado que afectará a quien lo lleve de por vida. Lo ideal, afirman los expertos, es elegir una opción neutral que permita crecer al niño de forma independente.

También animan a los padres a reflexionar sobre los motivos que se esconden tras la elección del nombre, para que puedan tomar decisiones conscientes, evitando estas proyecciones que tanto daño pueden hacer al niño y a la familia.