A todos nos han enseñado, desde pequeños, que la generosidad está en dar, no en recibir. Compartir lo que tenemos, ofrecer nuestro tiempo, ceder el asiento, hacer favores sin pedir nada a cambio. O como dice el refrán, “hacer el bien sin mirar a quien”. Lo que rara vez se nos recuerda es que aceptar ayuda también puede ser una forma poderosa de generosidad.
Esto te puede sonar a locura. ¿Cómo que pedir ayuda es ser generoso? ¿Pedir? ¿Generosidad? Suena, casi, como un trabalenguas lógico, pero no lo es. Porque cuando dejamos que alguien nos cuide, explica el experto en felicidad Arthur Brooks, profesor en Harvard, estamos regalándole al otro la oportunidad de sentir útil, valioso y necesario. Tiene sentido, si lo piensas. A todos nos gusta sentir que contamos, que importamos, que podemos aportar nuestro granito de arena para que las cosas vayan mejor. Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto pedir ayuda?
El error de creer que podemos con todo
En un reciente artículo para The Atlantic, Brooks contaba la historia de una generosa familiar. Una señora de las de antes, que se negaba a recibir cualquier ayuda de los demás. No aceptaba “ni un vaso de agua”, confiesa el catedrático de Harvard en su interesante artículo titulado To make someone happy, ask for help. Si quieres hacer feliz a alguien, pídele un favor.
Y es que vivimos en una sociedad obsesionada con la autosuficiencia. Nos empujan a resolverlo todo por nuestra cuenta, como si pedir ayuda fuera un signo de debilidad. Nos decimos que lo tenemos controlado, que no queremos molestar, que es mejor cargar con todo antes que demostrar que necesitamos a los demás. Pero, en el fondo, ese modelo solo consigue aislarnos. Porque la verdadera conexión entre las personas nace de dar y de recibir. De cuidar y de dejarnos cuidar. No existe una cara sin la otra.
“La generosidad es como la circulación de la sangre, es mejor y está más sana cuando da vueltas y vueltas”, concluye Brooks en su artículo. Si solo damos sin recibir, o si solo recibimos sin dar, el flujo se estanca. La relación se desequilibra. Es en el intercambio honesto donde florece la confianza. Y es ahí donde se construye una felicidad que no depende de los grandes logros, sino de los pequeños gestos compartidos.
El regalo de pedir
Cuesta reconocerlo, pero pedir un favor es un regalo. Un acto de pura generosidad. Te muestras vulnerable ante el otro y reconoces en voz alta algo que nadie quiere reconocer: necesitas a los demás en tu vida. Son valiosos. Son indispensables. Incluso con un pequeño gesto, conseguimos un efecto impresionante.
Así lo prueban las investigaciones que Brooks presenta en otro artículo publicado en The Atlantic. “En un experimento, se pidió a los participantes que realizaran actos virtuosos, aleatorios hacia desconocidos”, explica el experto, “como abrirles la puerta, meter dinero en el parquímetro o hacerles un pequeño regalo”. Tras estos actos se midió la “sonrisa Duchenne”, que es, como explica el profesor de Harvard, “una expresión facial que involucra los músculos cigomático mayor y orbicular de los ojos y que se sabe que simboliza la felicidad auténtica”.
Lo sorprendente no fue descubrir que muchas de las personas que fueron ayudadas mostraron claros signos de felicidad genuina, sino que quienes ayudaron también “reportaron un estado de ánimo más positivo, jovialidad, gratitud, optimismo y satisfacción vital”.
Esta evidencia coincide con otra obtenida en 2004, en la que un grupo de psicólogos “descubrieron que cuando se les asignó a estudiantes realizar cinco pequeños actos de amabilidad y sacrificio a la semana, la práctica aumentó de forma fiable sus niveles generales de felicidad”, asegura Brooks.
Todo esto, concluye el experto, es lo que sustenta su creencia de que “una manera fácil de hacer feliz a alguien es aceptar su generosidad, o incluso pedirle un pequeño favor”
Hackeando la generosidad
El experto sabe mucho sobre generosidad, es, además de profesor y académico en Harvard, un defensor honesto de la filantropía. Y por eso, a través de The Atlantic ha compartido varios “trucos” referentes a la bondad que hacen que su defensa de pedir favores cobre aún más sentido.
Por ejemplo, explica que por lo general alguien que acaba de hacernos un pequeño favor estará siempre más dispuesto a hacernos uno grande. En la práctica, esto podría pasar por decir “sí” a ese café que te ofrece tu jefe antes de hablar de una subida de salario, o pedir a tu hijo que te pase la sal antes de pedirle que ordene su cuarto. Los pequeños favores abren paso a favores más grandes.
Aunque nos advierte sobre lo que él llama “el punto de inflexión”. “Existe la legítima petición de ayuda y luego existe la escandalosa presunción de generosidad”, escribe para The Atlantic. O, en otras palabras, no te pases pidiendo a los demás sin medir el sacrificio que estás solicitando.
“La forma en que pides también importa”, añade el experto, “nunca debes exigir algo: hacerlo es una señal de egoísmo, que los académicos han encontrado entre quienes, sin una justificación real, se sienten con derecho o perjudicados”
Por último, nos recomienda pedir favores sin ofrecer nada a cambio. Asegura que una “forma de arruinar la cálida satisfacción que alguien obtiene al hacerte un favor es introducir beneficios extrínsecos”. Y el ejemplo que nos ofrece es poderoso. ¿Ayudarías a tu vecino si te pide que le ayudes a llevar unas cajas a su coche? Por supuesto, no te cuesta nada. ¿Y si te ofreciera cinco euros a cambio? Acaba de destruir todas sus posibilidades de ser ayudado, porque hará que te sientas ofendida e incluso humillada. ¡Tu tiempo no vale cinco euros! Así que, como conclusión, Brooks nos recuerda que “los favores deberían ser solo eso: favores”.
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