Cuando el malestar inunda nuestra vida, esa sensación de incomodidad a la que no siempre es fácil darle nombre, buscamos respuestas. En los libros, en terapia, hablando con amigos, y muchas veces nos encontramos volviendo justo al punto de partida. En un ciclo doloroso y constante. ¿Qué necesitamos para estar bien? Dar con la respuesta a esta pregunta no es fácil, y pocas veces pensamos que precisamente la filosofía, puede ser exactamente lo que necesitamos para dar con la respuesta.
Víctor Ballesteros Sánchez-Molina, profesor de filosofía, ha escrito su libro, La vida pensada, precisamente para esto. Para enseñarnos a pensar, a filosofar y encontrar respuestas. O, cuanto, menos preguntas mayores. En su libro retoma una metáfora que nos conecta con una tradición muy antigua, la de estoicos (y epicúreos) y nos ayuda a reflexionar, a ordenar el pensamiento, a comprender el mundo y a encontrar, en ese proceso, los frutos de una vida plena y feliz. ¿Nos acompañas en este breve viaje por el huerto de los estoicos?
Filosofía como jardín del alma
En la Gracia clásica, tanto epicúreos como estoicos dividían la filosofía en tres grandes partes: lógica, física y ética. Epicuro, por ejemplo, enseñaba en su jardín a las afueras de Atenas, al que se accedía sin importar la condición social o el género. Allí, la filosofía era una práctica aplicada a la vida, no solo teoría.
Pero fueron los estoicos quienes, según Ballesteros, ofrecieron una visión mucho más clara de esta división, que es clave para que aprendamos a pensar y encontremos respuestas a preguntas como las que nos hemos planteado al inicio de este artículo.
“Los estoicos nos explicaron esta división de la filosofía mucho mejor con la imagen del huerto”, escribe el profesor de filosofía, en un tono didáctico y evocador. “Imagina un huerto (el mismo jardín de Epicuro nos valdría): la lógica serviría para cercar el huerto, definir qué parte es tierra labrada y qué parte virgen. Pero lo que compone el huerto (tierra, plantas, los aperos de labranza) es materia de la física, aquello con lo que más identificamos al huerto”.
Esta primera división es ya bastante importante. El pensamiento, así como la filosofía, comparte estas dos dimensiones. La primera, la parte racional, la puramente mental. ¿Estás segura de lo que piensas? ¿Cuáles son tus valores fundamentales? ¿Qué te mueve en la vida? Pero la filosofía, como el pensamiento, tiene también una parte física. Una parte inamovible, real, tangible. Y contra ella no podemos pelear. La realidad es la que es. El Sol sale por las mañanas y se esconde por las tardes, no podemos evitarlo.
Queda, entonces, esa tercera parte que, como explica Ballesteros, completa el huerto. “Faltarían los frutos, que se corresponden con la ética. La filosofía, una vez delimitada y cultivada, cosecha los frutos éticos, con lo que comienza a tener sentido”.
En otras palabras, filosofar no es una actividad abstracta y distante, sino un ejercicio tan concreto como preparar la tierra, sembrar y recoger. Y todo empieza, como en el huerto, por poner orden.
Cercar, cultivar y cosechar
La lógica en esta metáfora es la herramienta que usamos para pensar con claridad. Es la cerca del huerto, la que nos protege de los errores, los prejuicios y las creencias erróneas. Sin ella, el pensamiento se dispersa, y podemos acabar creyendo cualquier cosa, incluso aquellas que nos hacen daño. Seguro que ahora mismo no caes, pero párate a pensarlo. ¿Cuántas cosas te has creído de ti misma, e incluso del mundo, qué te hacen daño? ¿Te consideras una persona capaz, una buena persona? ¿Crees que la gente es esencialmente mala o esencialmente buena? Cultivar la lógica nos enseña a razonar, a distinguir lo que sabemos de lo que suponemos, y actuar en consecuencia. Es la tarea de cercar nuestro huerto.
La física, por otro lado, representa el contenido del mundo, la materia con la que trabajamos. Nuestras emociones, los hechos, las leyes de la naturaleza, el destino. En la filosofía estoica, comprender la física es entender que hay cosas que dependen de nosotros, y otras que no. Y que la serenidad nace de aceptar esta verdad. Cultivar esta parte del huerto es mirar la realidad tal como es, no como nos gustaría que fuera.
Y, por último, están los frutos, que como explica Ballesteros, son la ética. El resultado de pensar con claridad y de comprender el mundo es vivir de forma más coherente, más libres, en paz. Los estoicos creían que la virtud era el verdadero bien, y que vivir conforme a la naturaleza de las cosas nos lleva a la famosa eudaimonía, ese estado de plenitud que podríamos traducir como la felicidad del alma.
Una metáfora para una vida con sentido
No es casual que Ballesteros elija esta imagen para hablarnos de la filosofía: un huerto no se improvisa. Requiere de tiempo, paciencia y constancia. No se puede cosecharlo que no se ha sembrado, ni sembrar sin antes preparar la tierra. Vivimos en la era de la inmediatez y las respuestas rápidas, cuando lo cierto es que no existen soluciones inmediatas. Quizá lo que necesitemos es volver al ritmo del huerto, para observar, comprender y cuidar.
Como recuerda el propio Epicuro en su Carta a Meneceo, y rescata con gran acierto el autor de La vida pensada, “nadie se puede resistir a filosofar por ser joven ni se puede cansar de filosofar por ser viejo, pues filosofar se corresponde, en definitiva, con la felicidad del alma”.
La filosofía no es una actividad reservada a unos pocos, sino un camino abierto para cualquiera que desee entenderse mejor a sí mismo y al mundo en su esencia. Basta con empezar a trazar esa cerca, a preparar la tierra y cuidar lo que plantamos. Así, un día, sin darnos cuenta, empezaremos a recoger los frutos de una preciosa vida pensada.
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