Desde que nacemos, nos enseñan que debemos sonreír, ser fuertes, sentirnos felices y poder con todo. De adultos, sin embargo, nos sorprendemos cuando no podemos hacernos cargo de las emociones negativas. Tenemos miedo a sentir lo que sentimos, una situación estresante, un duelo…
Para sanar las heridas internas y superar procesos como la ansiedad o la depresión, necesitamos entender que la vida no siempre va de estar alegres. La psicóloga María Ros nos invita en su primer libro, Abraza tus partes rotas, a mirarnos de forma comprensiva y observar nuestras heridas para así poder sanarlas.
–¿Cómo podemos abrazar nuestras partes rotas?
–El primer paso es reconocer que están ahí. Si yo no soy consciente de que tengo partes de mí cargadas de heridas del pasado, difícilmente voy a poder ponerle remedio. Estas partes son, por ejemplo, la necesidad de ser perfectos, de complacer y cuidar de los demás, de controlarlo todo… con el objetivo de que no nos abandonen, juzguen o rechacen.
Abrazarlas implica aceptar que estas heridas están ahí para poder observarlas, no desde el rechazo, sino desde la comprensión y compasión. Es un “entiendo de dónde vienes, por qué me dueles y, aunque a veces me lo pones complicado, quiero tratar de sanarte”.
–Primero, dices, hay que saber detectarlas: ¿por qué nos cuesta tanto mirar hacia dentro? Tan pronto detectamos las de los demás, pero las nuestras no somos capaces.
–Es difícil saber mirar adentro y reconocer lo que está roto si únicamente nos han enseñado a mirar hacia fuera. Si echamos la vista atrás, podemos observar que, prácticamente a todos, nos han educado diciéndonos que tenemos que ser buenos hijos, hermanos, amigos, estudiantes, compañeros… pero nadie nos dijo “sé feliz”, “llora si lo necesitas”, “enfádate cuando sean injustos contigo”, “procura entender cómo estás para saber qué necesitas”. No.
Nos enseñan a vivir hacia fuera mirando y cuidando a los demás, pero se olvidan de decirnos que también es lícito mirar adentro, reconocer las propias necesidades y, así, cubrirlas.
–Preguntas en tu libro ‘¿somos quienes somos o quienes hemos aprendido a ser?’. El aprendizaje juega un papel importante en quienes acabamos siendo, ¿no? ¿qué tipos de aprendizajes existen?
–Por supuesto, llegamos a este mundo sin ningún aprendizaje, sin preferencias, creencias, hábitos… somos como esponjas dispuestas a mirar a nuestro entorno y absorberlo todo para entender quiénes y cómo debemos ser.
En función de lo que nos enseñen en la infancia, así seremos como adultos. Y no solo nos enseñan diciéndonos directamente “sé así”, “haz esto” o “no hagas esto otro”. Aprendemos también observando a nuestros adultos de referencia comportarse con otras personas y con ellos mismos.
De todo eso que observamos directa e indirectamente, vamos entendiendo cómo se espera que nos comportemos y, por tanto, cómo deberemos ser.
–El aprendizaje a veces nos puede poner piedras en el camino. De una experiencia pasada (mala) podemos generar conductas que no nos ayudan en absoluto. ¿Nos puedes explicar cómo funciona el cerebro en estos casos?
–Cuando pasamos por experiencias complejas, a veces sucede que, como nos desborda emocionalmente, nuestro cerebro carece de los recursos o la disposición para responder de forma sana o adaptativa. De aquí pueden derivarse conductas (a nivel de pensamiento, emoción o acción) que nos hacen daño. En este caso, si yo no ayudo a mi cerebro a superar esa experiencia que tan compleja fue, seguiré respondiendo de igual forma cuando me encuentre ante situaciones similares.
Por eso, en el entorno de la terapia enfocamos mucho el trabajo a superar lo que aún queda pendiente, en darle a nuestro cerebro el espacio para hacer lo que no pudo en el pasado. Así es como dejamos de poner en marcha esas conductas (pensamientos, emociones o acciones) que nos dañan.
–Por ejemplo, cuando una pareja nos fue infiel, eso nos puede generar una desconfianza que arrastramos en otras relaciones. ¿Cómo podemos romper esa inercia?
–Sabiendo mirar adentro para entender que lo que nos interfiere es la herida que tenemos dentro (“trauma no es lo que sucede, es la huella que deja en mí”). Esto requiere comprender que lo que me duele es esa parte de mí que me dice que no soy suficientemente buena, que me harán daño, que nadie me va a querer de verdad, que si lo hicieron en el pasado, ¿cómo no va a repetirse en el futuro? Es decir, es mi cerebro atrapado en el pasado. Creyendo que, por haber vivido tal cosa, se repetirá en el futuro.
Esto se consigue superando y sanando la herida del pasado y construyendo nuevos esquemas en nuestro cerebro. Para poder comprender que la infidelidad, si dice algo de alguien, es del infiel, no de mí.
–Aquí entran en juego las emociones. Con las positivas todo está bien, pero ¿qué pasa cuando llega una emoción negativa? ¿Por qué nos sentimos incómodos?
–El problema precisamente está en categorizarlas como buenas o malas. Si yo pienso que una emoción es mala voy a tender a rechazarla y huir de ella, precisamente por ser “mala”. Cuando entendemos que todas las emociones nos sirven de “brújula” y nos permiten entender qué nos pasa, qué necesitamos y qué está queriendo decirnos nuestro cuerpo es cuando aprendemos a mirarlas de forma muy distinta.
Entendemos que hay emociones muy desagradables, que a nadie nos gusta sentir, pero que son necesarias y nos traen grandes lecciones. Aquí es cuando dejamos de rechazarlas y huir de ellas.
–Culpa, envidia, frustración, decepción, estrés... Tú enumeras algunas de las “negativas” más comunes. ¿Qué vienen a decirnos cuando aparecen? ¿Y cómo las podemos atender de forma correcta?
–Ninguna de estas emociones son negativas, este es el primer cambio de mirada que hay que hacer, como explico en mi libro. Todas las emociones son necesarias porque aparecen para “decirnos algo” sobre lo que estamos experimentando. Puede que no sean agradables o no nos apetezca sentirlas, pero eso no las convierte en negativas.
La culpa nos ayuda a mirar si hay algo que podemos reparar para salvar un vínculo; la frustración nos habla de cómo cambiar la estrategia para generar un impacto diferente; la envidia nos avisa de que por dentro hay carencias que estamos intentando poner fuera...
–Queremos controlar todas las emociones y situaciones. ¿Cómo podemos dejar de sentir esa necesidad de control?
–Los seres humanos no tenemos la capacidad de controlar nuestras emociones. No podemos elegir cómo nos sentimos, únicamente podemos gestionar la emoción una vez ha aparecido.
Yo no puedo elegir no estar triste cuando me han herido; enfadada cuando han cometido una injusticia sobre mí o decepcionada cuando no han hecho lo que esperaba.
La emoción surge por un motivo concreto y, pretender controlarla es como querer controlar el clima. No podemos evitar que llueva, lo único que podemos hacer es coger un paraguas. Pues con las emociones sucede lo mismo.
–Para abrazar nuestras partes rotas debemos entender qué nos ocurre. A veces no sabemos por qué pero no conseguimos estar bien en el trabajo, con la pareja y no entendemos cómo hacerlo. ¿Qué es lo primero que hay que ver en estos casos? ¿Cómo poner orden en el caos de pensamientos?
–Primero hay que entender nuestra historia. ¿Por qué soy como soy?, ¿donde he aprendido a ser así?, ¿qué cosas necesito y no tengo?, ¿dónde me siento segura y dónde no?, ¿qué heridas del pasado aún cargo?
Cuando yo entiendo todas estas cosas y tomo consciencia de mis propias heridas es cuando soy capaz de entender por qué me comporto (a nivel emocional y mental) de esta forma. Solo encajando las piezas del puzzle lograré poner orden al caos y entender qué puedo hacer para poner una solución.
Solo mirando adentro (y recorriendo el pasado para entenderlo) soy capaz de ver que mi necesidad de controlarlo todo viene de que me han herido muchas veces y el control ha sido mi escudo para no sentirme tan pequeñita. Por eso me enfado cuando no tengo todo organizado en mi vida, por eso me ponen nerviosa las personas que “fluyen demasiado”, por eso me genera ansiedad el caos o el desorden…
Entender que todo forma parte de una sucesión de hechos y aprendizajes, es como llego a la clave de: puedo desaprender lo que ya no me funciona.
–Y cuando empezamos a somatizar, ¿cómo podemos relacionarlo con lo que nos pasa?
–Observando mucho cuándo y cómo aparece la somatización. Recordemos que el lenguaje del cuerpo son los síntomas y que, si aprendemos a escuchar, sacamos patrones. Patrones como: me duele la tripa cada vez que me siento insegura; tengo el cuerpo tenso cuando tengo que enfrentarme a situaciones familiares; empiezo con mareos cuando me exijo demasiado…
Las somatizaciones son el cuerpo diciendo “hazme caso, que yo tengo las respuestas”. Por eso observándolo es como nos damos cuenta de que nos quiere decir.
–¿Qué herramientas propones para abrazar nuestras partes rotas?
–Las que sí o sí son necesarias para conseguirlo y que deberían formar parte, por ejemplo, de cualquier proceso terapéutico, son: Aprender a mirar adentro para entender tu propia historia, saber responder a ¿eres como eres o como aprendiste a ser?, descubrir las heridas del pasado que aún no están resueltas y conectar con tu cuerpo para entender su lenguaje y descubrir que tiene que decirte.
También dejar atrás la creencia de que hay emociones negativas y que podemos controlarlas, trabajar mucho la aceptación y la compasión, reconstruir la autoestima y reconciliarte contigo mismo para dejar de tratarte mal.