Los griegos estaban convencidos de que tanto los humanos como los dioses estaban regidos por una fuerza a la que era imposible sustraerse: el destino. Este lo gobernaba todo, absolutamente todo, de modo que la libertad de acción sencillamente no existía. Lo peor, sin embargo, no era tanto esta certeza como la posibilidad de llegar a conocer, a través de los oráculos que había por toda la geografía griega, trazas del destino que le esperaba a cada cual y saber que, por más medidas que se tomaran para evitarlo, por más que uno tratara de escapar o rebelarse, ese destino acabaría cumpliéndose de manera implacable.
La historia de Edipo muestra como ninguna otra en la mitología griega esa inexorabilidad del destino. Edipo fue la víctima y a la vez el involuntario brazo ejecutor de una maldición que pesaba sobre el autor de sus días, el rey Layo de Tebas.
Edipo y la maldición de los dioses
Layo no deseaba un hijo, al contrario. Era algo que evitaba por todos los medios, pues no podía olvidar lo que una vez le advirtió un oráculo: si tenía un hijo, este le mataría.
El rey de Tebas sabía que todo era por un acto que había cometido en su juventud, cuando, estando en la corte del rey Pélope de Pisa, se enamoró de su hijo Crisipo y, al no ser correspondido, lo violó. Crisipo se suicidó y Pélope suplicó a los dioses que castigaran del modo más cruel a Layo.
Hasta entonces, Layo había escapado a esa maldición. No tenía hijos y no los tendría, pues evitaba todo contacto con su esposa Yocasta o con cualquier otra mujer. Un día, sin embargo, bebió más de la cuenta y bajó la guardia. Yocasta quedó encinta y dio a luz a un niño.
Layo tuvo claro que ese niño debía morir, por lo que se lo entregó a uno de sus pastores para que lo abandonara en el campo para que las fieras dieran cuenta de él. Si no lo mató directamente fue solo porque temió ganarse más aún la cólera de los dioses. Lo que sí hizo fue atravesarle los tobillos con un punzón, en la creencia de que nadie se apiadaría de un niño condenado a ser un lisiado.
El cumplimiento del destino de Edipo
Layo erró el cálculo, pues unos pastores vieron al pequeño y, sin importarles sus heridas, se lo llevaron a su rey, Pólibo de Corinto, que no tenía hijos. Él y su esposa Peribea lo adoptaron y le dieron el nombre de Edipo, que en griego significa “pies hinchados”.
Edipo creció en Corinto como hijo de los reyes. Él mismo estaba convencido de que sus padres eran Pólibo y Peribea, por lo que, cuando un oráculo le anunció que mataría a su progenitor y cometería incesto con su madre, sintió tal horror, que decidió abandonar Corinto.
En el curso de su viaje, Edipo topó con otro viajero en una encrucijada de caminos y, a raíz de una disputa, le dio muerte. Ese viajero no era otro que Layo. El destino, del que tanto su padre como él habían intentado escapar, empezaba a cumplirse.
Edipo y el encuentro con la esfinge
Edipo, que desconocía la identidad de ese viajero, continuó su camino. Sus pasos lo llevaron a Tebas, donde topó con un monstruoso ser mitad león y mitad mujer, la Esfinge, que devoraba a todos aquellos que no sabían resolver su enigma: ¿cuál es el ser que anda con dos, con tres y con cuatro patas, y que cuantas más patas tiene, más débil es? “El hombre”, respondió Edipo, que cuando es niño gatea y, cuando la vejez lo vence, se ayuda de un bastón. Era la respuesta correcta.
La Esfinge desapareció y el pueblo de Tebas, en agradecimiento a su salvador, le dio el trono que la muerte de Layo había dejado vacante. Edipo contrajo matrimonio también con su viuda, Yocasta. Por supuesto, en ese momento ninguno de los dos sabía el parentesco que los unía. De esa unión nacieron dos hijos, Eteocles y Polinices, y dos hijas, Antígona e Ismene.
Edipo rey: la peste cae sobre Tebas
Los años pasaron y Edipo se ganó fama de rey justo y sabio. Todo fue bien hasta que una epidemia de peste se abatió sobre la ciudad. Se hicieron ofrendas y sacrificios a los dioses, pero todo fue inútil.
Edipo envió entonces a su cuñado Creonte a Delfos para que preguntara al oráculo qué causaba esa peste. La respuesta fue que la epidemia se mantendría hasta que el asesinato de Layo fuera vengado.
El rey ordenó indagar sobre esa muerte. En el curso de esa investigación salió a la luz el oráculo que decía que Layo sería muerto por su hijo, pero Yocasta afirmó que no se había cumplido, pues su primer esposo había sido asesinado, probablemente por unos bandidos. En ese momento, Edipo recordó su trágico encuentro con un viajero cuya identidad desconocía, pero no le dio más importancia. Su padre era Pólibo, no ese maleducado individuo.
Edipo descubre quién es realmente
Llegó entonces a Tebas un mensajero de Corinto que le transmitió la noticia de la muerte de Pólibo y el deseo de Peribea de que regresara con ella. Edipo se negó, recordando la profecía de que cometería incesto con ella.
La respuesta del mensajero le heló la sangre: por eso no tenía que preocuparse, pues no era un hijo natural, sino adoptado.
A partir de ahí, toda la madeja se deshizo y Edipo descubrió su auténtica identidad.
El destino se había cumplido: era el asesino de su padre y había cometido incesto con su madre.
La tragedia se desencadena
Yocasta no lo resistió y se ahorcó. En cuanto a Edipo, se arrancó los ojos, incapaz de soportar una revelación como esa. Ciego, se dispuso a abandonar Tebas, sin más compañía que la de su hija Antígona, que se negó a abandonarle. Mas, antes de marchar, maldijo a sus dos hijos varones, que, deseosos de hacerse con el trono, no habían mostrado compasión alguna por él.
Esa maldición fue el origen de una guerra fratricida entre Eteocles y Polinices que llevó a los dos a la muerte.
En cuanto a Edipo, anduvo hasta llegar a Atenas, donde su rey Teseo lo recibió hospitalariamente. Allí, al lado de su hija, murió en paz.