Dioniso era un dios tan diferente al resto de los dioses olímpicos, que los propios griegos consideraban que tenía un origen extranjero, que situaban bien en Etiopía, bien en Arabia. 

Uno de esos elementos distintivos era su culto, llevado por un frenesí que se hallaba en las antípodas del de, por ejemplo, Apolo, que preconizaba el conocimiento de uno mismo a través de la seguridad y el equilibrio.

 

Nacimiento de Dioniso, dios imprevisto

Otra de las peculiaridades de Dioniso es que no estaba destinado a ser un dios, puesto que, aunque hijo de Zeus, su madre, la princesa tebana Sémele, no era una divinidad, sino una mortal.

Zeus se había enamorado de ella y, como era habitual en él, no cejó hasta que la hizo suya. Esa relación acabó llegando a oídos de la esposa del dios, Hera, quien, llevada por los celos, ideó una estratagema para librarse de esa molesta rival. Así, se le apareció un día y la convenció de que pidiera a Zeus una prueba de su amor: la de mostrarse ante ella en todo su esplendor.

Sémele, que estaba ya embarazada de Dioniso, cayó en la trampa: tanto rogó a su amante, que este al final accedió a mostrarse tal y cual era. Esto es, con un brillo que ningún humano podía soportar. La princesa no fue una excepción y prendió como una antorcha

Zeus apenas tuvo tiempo de abrirle el vientre y sacar a ese hijo. Para completar su gestación, se lo cosió al muslo, de donde acabaría naciendo, no ya como mortal, sino como dios.

El odio de Hera hacia Dioniso

Sabedor de que Hera odiaba a los hijos nacidos de relaciones extramatrimoniales, Zeus dio a Dioniso en adopción al rey Atamante y su esposa Ino, y les pidió que lo criaran como si se tratara de una niña. Hera no se dejó engañar e hizo que el matrimonio enloqueciera hasta el punto de matar a sus propios hijos.

De ahí, Dioniso pasó al cuidado de Hermes, quien lo confió a las ninfas del Nisa, un monte situado en los confines del mundo, de ahí la fama de dios extranjero que acompañaría siempre a Dioniso. Pero también ahí lo descubrió Hera, quien hizo que el hijo de Sémele se volviera loco y anduviera sin rumbo por Siria y Egipto. 

Rea, la madre de Zeus, fue la que lo recogió, curó y le enseñó los ritos religiosos relacionados con el cultivo de la vid. 

A partir de ahí, Dioniso regresó a Grecia, donde introdujo el conocimiento de la vid y el vino

La crueldad de Dioniso

Gracias al vino, Dioniso se vio rodeado de un alegre grupo de seguidores. Entre ellos destacaban Pan, el dios de los rebaños; el sátiro Sileno, y las ménades y bacantes, unas mujeres llevadas por un delirio místico que anulaba su propia personalidad y las unía al dios. Para alcanzar ese estado recurrían al vino y a una danza frenética llevada por el fragor de las flautas, las panderetas, los tambores y los címbalos. 

Ese ritual cumplía una función catártica y liberadora. Muchos, sin embargo, no solo no lo comprendían, sino que también lo rechazaban abiertamente. Es el caso del rey tebano Penteo, un primo de Dioniso, pues su madre era hermana de la del dios.

Penteo prohibió el culto a Dioniso en Tebas, y eso a pesar de que tanto su madre como sus tías formaban parte del grupo de bacantes que acompañaba el dios. 

Dioniso castigó a Penteo de modo particularmente cruel: hizo que su madre y sus tías, llevadas por un frenesí orgiástico e irracional, confundieran al rey con un animal salvaje y lo despedazaran con sus propias manos y dientes.

Otro rey que rechazó su culto, Licurgo, fue descuartizado por sus propios caballos.

Los amores del dios Dioniso

Dioniso era un dios de un atractivo irresistible. Tanto, que ni siquiera Afrodita, la diosa del amor, pudo resistirse a él. De su relación nació una criatura peculiar, Príapo, caracterizada por un apetito sexual proporcional a su descomunal falo. 

La más famosa de sus amantes fue Ariadna, la princesa cretense que había ayudado a Teseo a vencer al Minotauro, pero a la que el ingrato héroe había dejado abandonada en la isla de Naxos. Dioniso la encontró y se la llevó a Lemnos, donde la convirtió en su esposa. 

El culto a Dioniso

Dioniso era especialmente venerado en Atenas, ciudad que le dedicó hasta cuatro grandes fiestas: las Dionisíacas Rústicas (diciembre) y las Leneas (enero-febrero), cuyos programas incluían procesiones y sacrificios en su honor; las Antesterias (febrero-marzo), en las que se abrían las jarras del vino nuevo, y las Grandes Dionisíacas (marzo-abril), una procesión que llevaba la imagen del dios desde Eléuteras hasta Atenas.

Estas fiestas son sobre todo importantes porque los himnos y danzas que se interpretaban en honor a Dioniso constituyen el origen de la tragedia y la comedia. Todavía hoy pueden verse en Atenas las ruinas del teatro de Dioniso, del siglo VI a.C.