Para los antiguos griegos, la bóveda celestial estaba soportada por un titán llamado Atlas. Fue el castigo que le impuso Zeus por haber luchado contra él y el resto de dioses olímpicos en la llamada Titanomaquia.
Antes de que nacieran los dioses olímpicos, el universo estaba dominado por una raza de poderosas divinidades surgidas de la unión de Gea, la Tierra, y Urano, el Cielo. Eran los seis titanes y las seis titánides. Atlas fue hijo de uno de esos titanes originarios, Japeto, y de una oceánide, Climene.
Atlas y la guerra contra los dioses olímpicos
Cuando Atlas nació, el universo estaba regido por su tío Crono, quien, por temor a una profecía, había tomado la costumbre de engullir a sus vástagos nada más nacer. Su poder parecía eterno, mas, un día, el menor de sus hijos, Zeus, al que todos los titanes creían haciendo compañía a sus hermanos en el estómago paterno, abandonó la cueva en la que se ocultaba y se rebeló. Estalló entonces una guerra cósmica, la Titanomaquia, en la que los titanes lucharon contra Zeus y sus hermanos, los olímpicos.
A Atlas no le quedó otro remedio que participar en esa contienda. Lo hizo al lado de los suyos, y no como su hermano Prometeo, quien, dando cuenta de su sagacidad, intuyó que el bando vencedor era el de los hijos de Crono.
Atlas se distinguió en esa guerra liderando a los titanes, y eso fue su perdición. Zeus, que con el resto de titanes se mostró por lo general generoso, con él fue implacable y lo condenó a soportar por toda la eternidad la bóveda celeste sobre sus hombros.
Encuentro entre Atlas y Heracles
El castigo permitió a Atlas comprender los secretos del cielo y la tierra, pero ese conocimiento, dada la magnitud de la carga que soportaba, era escaso consuelo para él. Lo único que anhelaba era liberarse de una vez para siempre de ese peso.
El mito más famoso en que aparece Atlas forma parte del ciclo de los doce trabajos de Heracles (el Hércules de los romanos) y tiene que ver, precisamente, con su deseo de escapar a su condena.
El rey Euristeo de Micenas le había encargado a Heracles que le trajera las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, un lugar situado cerca de donde cumplía su castigo Atlas. Tal jardín estaba custodiado por una temible serpiente, y aunque el héroe tenía experiencia sobrada en liquidar monstruos como la hidra de Lerna o el león de Nemea, esta vez prefirió no correr riesgos. Pensó entonces en Atlas y le sugirió que fuera él a buscarle esas manzanas.
Atlas aceptó. Y no porque sintiera simpatía por Heracles (¿cómo iba a tenerla, si el héroe era uno de los muchos hijos del mismo Zeus que le había castigado?), sino porque en ese encargo vio la oportunidad de traspasar su pesada carga a otros hombros. Heracles le reemplazó entonces como sostén de la bóveda del universo.
Liberado, Atlas consiguió las manzanas, pero una vez con ellas en la mano, decidió que sería él mismo quien se las llevara al rey Euristeo. Heracles se vio así en una situación comprometida, aunque, fingiendo resignación, le pidió a Atlas que sostuviera un momento la carga, pues necesitaba ponerse algo en los hombros para soportarla mejor. La bóveda celeste pasó así de nuevo a Atlas y ya se quedó ahí.
La cordillera del Atlas
Atlas aparece también en un mito protagonizado por otro héroe hijo de Zeus, Perseo, cuya mayor hazaña había sido la de decapitar a la monstruosa Medusa. Esta era una antigua sacerdotisa de Atenea que, por una maldición de la diosa, convertía en piedra a quien le devolviera la mirada. Perseo la mató y, con su cabeza en el morral, emprendió el camino de regreso a su hogar.
Sus pasos le llevaron entonces a los dominios de Atlas, al que pidió hospitalidad. Mas el titán, fuera porque la carga de la bóveda celeste agriaba su humor o porque no estaba dispuesto a hacer nada por un hijo de Zeus, lo rechazó de malos modos. Encolerizado por tal trato, Perseo sacó la cabeza de la Medusa y se la enseñó a Atlas, quien de inmediato empezó a convertirse en piedra.
Según aseguran los antiguos griegos, fue así como se formó la cordillera africana del Atlas.
Las hijas de Atlas, convertidas en estrellas
La bóveda celeste no dejaba espacio a Atlas para aventuras amorosas. No obstante, antes de que Zeus le impusiera ese castigo, el titán había tenido numerosas relaciones de las que habían nacido un número apreciable de hijas. Con Hesperis, la hora del ocaso, tuvo a las Hespérides, las ninfas que cuidan del jardín del mismo nombre en el que crecían las manzanas de oro que buscaba Heracles. Por eso a Atlas le fue tan fácil hacerse con ellas: solo tenía que pedírselas a sus hijas.
Con la ninfa marina Pléyone, Atlas tuvo a las siete Pléyades. La mayor de ellas, Maya, fue seducida por Zeus, a quien dio un hijo: Hermes, el mensajero de los dioses. A su muerte, las siete fueron divinizadas y elevadas al cielo como estrellas, desde donde hacen compañía a su padre.
Atlas y Pléyone tuvieron también a las Híades, las ninfas de la lluvia. Como sus hermanas las Pléyades, acabaron convertidas en estrellas.
Otra hija de Atlas fue Calipso, reina de la isla de Ogigia. Durante siete años retuvo en ella al héroe Ulises, al que llegó incluso a ofrecerle la inmortalidad y la eterna juventud si permanecía a su lado. Ulises, sin embargo, prefirió regresar a su hogar.