Anna Freud (1895-1982) fue mucho más que "la hija de Sigmund".
Nacida en Viena el 3 de diciembre de 1895, la menor de los seis hijos de Sigmund y Martha Freud fue la única en seguir la senda del psicoanálisis iniciada por su padre. Tras una breve incursión en el magisterio, se convirtió en una de las pioneras del psicoanálisis infantil, junto a la alemana Melanie Klein, su gran rival teórica.
En 1936 publicó El ego y los mecanismos de defensa, su obra más importante. En 1938 los Freud se vieron obligados a huir de Viena debido a la invasión nazi. Iniciaron su nueva vida en Londres, donde el profesor murió un año después.
Allí, durante la Segunda Guerra Mundial, Anna fundó las Hampstead War Nurseries, refugios para niños en los que puso en práctica y desarrolló sus teorías educativas y psicoanalíticas.
Un espacio seguro para la infancia
Durante el invierno negro de 1941, los bombardeos alemanes sobre Londres fueron continuados y cruentos. Mientras la radio anunciaba el número de muertos en el último ataque, Anna Freud corría por las cuestas del barrio de Hampstead, donde vivía desde que se exiliaron de Viena, atendiendo a su madre y a su tía ya ancianas, y tratando de que las guarderías infantiles que había fundado junto a Dorothy Burlingham a solo unos metros de la casa familiar siguieran funcionando.
Había sobrevivido a aquel invierno, sí, pero no sabía que el peor bombardeo estaba por llegar. El 16 de abril, en la guardería de Wedderburn Road, oyó los primeros motores de los aviones a las nueve de la noche y no dejó de escucharlos hasta las cinco de la madrugada. No se sucedían en oleadas, como era habitual, sino que llenaron con su rugido el cielo de Londres de forma continuada durante ocho horas. Bajó al semisótano, donde se encontraba el refugio, convertido en el dormitorio de los 30 niños que entonces tenían a su cargo.
—¿Todo en orden? –preguntó a una de las enfermeras.
—Billie estaba ansioso, pero la pequeña Phillys le aconsejó que se tapara con la manta hasta la cabeza, como hace ella cuando tiene miedo, y enseguida se durmió.
Había resultado una buena idea que los niños se acostumbraran a dormir en el refugio, en lugar de adecuar un dormitorio en la planta superior y trasladarlos abajo, interrumpiendo su sueño cada vez que se producía un ataque aéreo. Los horarios y hábitos al acostarse y despertarse seguían así intactos, sin sobresaltos, con independencia de lo que sucediera en el exterior.
Era asombroso cómo los niños se habían familiarizado con las condiciones de guerra.
Allí estaba Dell, de dos años y medio, cuya única opción fuera del centro era dormir con su abuela, enferma de tuberculosis, en una buhardilla o en un lóbrego sótano, acompañada por otros ancianos del vecindario.
Martin, de 16 meses, venía de un refugio en Londres donde su madre tenía prohibido visitarle y donde permanecía confinado en una cuna, sin espacio para aprender a gatear o caminar.
Paul, de casi 4 años, era un niño extremadamente sensible y delicado, que llevaba meses durmiendo en el metro, y a quien varios doctores habían tratado de evacuar sin éxito: estaba roto entre el miedo a los raids aéreos y el miedo a decir adiós a su madre.
A todos les había sucedido algo similar, el dolor de la separación era peor que cualquier otra cosa, pero en ningún caso aquella ansiedad se había manifestado de forma tan explícita como en Billie, un niño de tres años y dos meses que había desarrollado un extraño tic.
Roturas y reparaciones
Había llegado a la guardería de guerra tras un fracasado intento de evacuación al campo. En el alojamiento que le había sido asignado se había mostrado tan “inquieto” por la ausencia de su madre, según aseguraba el informe que les llegó, que había sido mandado de vuelta solo un par de días después.
Desafortunadamente, su reencuentro duró poco. Había contraído el sarampión y tuvo que ser alejado de nuevo de su madre; después de un intento fallido de que lo atendieran en el hospital, lo llevó directamente a la guardería de Wedderburn Road, pues los médicos le habían prohibido que el niño regresara a la estación de metro donde ella y su marido dormían habitualmente.
Le dijo que fuera “un buen niño” y prometió que lo visitaría si él prometía no llorar cuando ella se marchara. Billie trató de mantener su promesa y nadie lo vio llorar. En lugar de eso, asentía con la cabeza cuando alguien lo miraba y aseguraba a cualquiera que quisiera escucharle que su madre vendría a buscarle, le pondría su abriguito y le llevaría de vuelta a casa con ella.
A todos les había costado más separarse de sus madres que habituarse a las alarmas, las literas o el racionamiento de alimentos.
Durante los dos o tres días siguientes, su cabeceo se volvió más compulsivo y automático y a la frase “mi madre me pondrá el abrigo y me llevará a casa con ella” le añadió una creciente lista de prendas de ropa con las que, se suponía, su madre iba a vestirle. “Me pondrá mi abrigo y mis leotardos, me subirá la cremallera, me pondrá mi gorra”.
Cuando la repetición de esta fórmula se hizo continua y bastante insoportable para los demás niños, alguien le pidió que se callara. Billie, una vez más, respondió como el “buen niño” que su madre le había pedido que fuera y obedeció. No pronunciaba palabra, pero sus labios se movían continuamente, recitando la letanía para sí mismo, a la vez que reproducía con las manos los gestos con los que, en su imaginación, investía a su madre: ponerle el abrigo, subir la cremallera, ajustarle la gorra.
Al día siguiente, estos movimientos, muy explícitos al principio, se habían reducido a su mínima expresión y, para alguien que no hubiera presenciado todo el proceso, aquel movimiento nervioso de dedos, labios y cabeza era simplemente un tic. Solo la presencia de su madre, a quien convencieron para que pasara unas noches con él en la guardería, pudo revertir aquel síntoma.
Al principio, Billie no se separaba de ella en todo el día ni en toda la noche, pero tras unas semanas acostumbrándose a las idas y venidas de la mujer, se fue sintiendo más seguro, se integró en los juegos de los demás niños, y pronto sus gestos y su comportamiento fueron tan normales como los de cualquier otro en aquellas circunstancias.
Cuando salir de Londres se hizo imprescindible: el traslado al New Barn
Fuera del dormitorio donde se refugiaban los niños, junto a la puerta de entrada, hacía guardia un voluntario, el padre de uno de los pequeños, pues se turnaban entre ellos para la vigilancia nocturna.
Los miembros del staff se reunieron en el hall. No podían dejar de mirar al cielo y contar los segundos que transcurrían entre el paso de los aviones y el sonido de las bombas, como si aquel ejercicio fuera una protección para los treinta niños que dormían apaciblemente. A las cinco se hizo el silencio. Algunos se habían dormido, sentados, en sus sillas. Alguien preparó una tetera. A las siete amaneció. A las ocho los niños empezaron a despertarse.
La mañana, naturalmente, fue distinta al resto de las mañanas. Miss Raymond, la madre de uno de los bebés, llegó en estado de shock. Su primer impulso fue llevarse a su hijo y buscar algún lugar seguro en el campo, pero Anna la tranquilizó y le aseguró que pronto dispondrían de un hogar propio fuera de Londres, y que su bebé sería sin duda uno de los primeros en partir hacia allí.
A principios de verano, los aviones alemanes habían concedido cierto descanso a los londinenses, pero todo hacía prever que los bombardeos se reanudarían en septiembre, como hacía exactamente un año.
En agosto, Anna y Dorothy dieron por fin con una casa de campo idónea para evacuar a los niños de Londres: un edificio llamado New Barn, en Lindsell, Essex. Si se daban prisa con los preparativos, todavía podrían disfrutar del buen tiempo y poner a los niños a salvo de cara al otoño.
La guardería de Wedderburn Road tomó el aspecto de un cuartel preparándose para la batalla. En solo un par de semanas debían comprar todo el equipamiento –muebles, camas, literas, colchones, sábanas…–, revisar la salud dental de los niños y preparar ropa y calzado adecuado para cada uno, tanto de invierno como de verano, cuestión complicada pues el racionamiento de ropa se había extendido también a los menores de cuatro años.
Tuvieron que reclutar a nuevos miembros del equipo, ponerse de acuerdo con las autoridades locales en el campo y conseguir los cupos correspondientes de comida y combustible.
Fantaseando con vacas y caballos
El nerviosismo de los niños por ver su nueva casa de campo había alcanzado su punto máximo, y su fantasía y sus deseos se disparaban.
Aunque nadie les había hablado de ello, las vacas y los caballos parecían ser parte indisociable de su idea de una granja. Cada vez que se enfadaba, Bobbie decía que “patearía a todas las vacas y caballos de la casa de campo”. Phyllis aseguraba que “saltaría sobre las vacas”. Janet preguntaba si las “vacas ya estaban listas”. Si los niños se disgustaban con alguien, le castigaban diciéndole que «no iría con ellos a la casa de campo».
El sábado 23 de agosto, dieciocho niños, un perro y un canario subieron a la ambulancia americana que les esperaba a la puerta de Wedderburn Road, seguida por dos coches. El viaje fue de lo más plácido, excepto por un pequeño «accidente » sufrido por Billie, que no pudo contener su excitación y mojó sus pantalones cortos.
Al llegar a Lindsell, se encontraron con un edificio dispuesto con todas las comodidades. En la planta baja, un amplio estudio serviría como guardería; dos enormes estancias, con sendos ventanales mirando al sur, se convertirían en los dormitorios de los más pequeños; un porche cubierto que daba al césped, con tres cabañas, un jardín de bayas, un huerto de vegetales y un campo con tres casetas de gallinas serían su espacio de juego exterior.
A diferencia de lo que los niños habían imaginado, no había ni vacas ni caballos, pero estaban tan encantados con el lugar que aquel pequeño detalle no pareció importarles.
—Esta noche dormiré arriba y no abajo – dijo Beryl, lleno de satisfacción.
Llevaban ocho meses durmiendo en el refugio antiaéreo del sótano de Wedderburn Road y se sentían felices de poder dormir en camas “de verdad”. Aun así, el recuerdo del lugar que habían dejado atrás y, en parte, asumido como propio, persistía.
El juego como indicio psicoanalítico
En los días siguientes a su llegada, los niños se fueron familiarizando con los nuevos juguetes, compartiendo algunos, disputándose otros. Anna observaba su evolución en el juego como medida de su adaptación a New Barn y de posibles conflictos que les hubiera ocasionado el cambio de hogar.
Al tercer día, cuando se asomó al cuarto de juegos, le extrañó ver a todos los pequeños concentrados alrededor de un mismo objeto que, desde la puerta, no pudo identificar. Miró a la cuidadora que estaba al cargo de los niños y esta le hizo un gesto de complicidad para que se acercara al grupo silenciosamente: los niños habían vuelto una estantería vacía del revés y la habían transformado en un refugio para muñecas, tendiéndolas unas sobre las otras, como si durmieran en literas.
—¿Puedes ayudarnos, Annafreud? –le dijo Phyllis tendiéndole un ovillo de lana–. Necesitan redes para que no se caigan de la cama si una bomba explota.
Informes llenos de vida
Mientras estuvieron abiertas las guarderías de guerra de Hampstead, Anna Freud y Dorothy Burlingham redactaron informes mensuales detallados: estadísticas de altas y bajas, informes de salud, racionamiento de alimentos, estado financiero, problemas, logros, conclusiones.
Establecieron unos índices exhaustivos para analizar la evolución de los niños en sus diferentes etapas (oral, anal, genital), bajo criterios como: tipo de apego afectivo (seguro, ambivalente, agresivo...), relación con la alimentación, masturbación y otras expresiones de la sexualidad, frustración de los deseos, regresiones, etc.
Leyéndolos, se puede apreciar aún, tantos años después, el inmenso amor que habían dedicado a cada una de aquellas criaturas, el ingente esfuerzo por comprender su personalidad individual y por dedicarle un trato exclusivo.
Refugio y escuela en el campo
La guardería de New Barn era un sueño largamente perseguido por Anna Freud. Para ella, el contacto con la naturaleza era parte fundamental del desarrollo de los niños, influida por sus propias vacaciones de infancia en los Alpes o el Tirol. Años más tarde compró junto a Dorothy Burlingham una granja a las afueras de Viena en la que cultivar sus propios alimentos y educar en aquellos valores a los hijos de la americana.
La granja guardería para niños evacuados de Londres resultó todo un éxito. Algunas madres se incorporaron al personal de servicio y también algunos estudiantes trabajaron allí a cambio de recibir formación teórica y práctica. New Barn se convirtió en un centro que cubría las necesidades económicas y sociales ocasionadas por la guerra, la educación de los pequeños y la formación de futuros analistas.